Juan Carlos Blanco Periodista y consultor de comunicación
OPINIÓN

Un, dos, tres, Puigdemont otra vez

El expresident de la Generalitat, Carles Puigdemont.
El expresident de la Generalitat, Carles Puigdemont.
Carlos Gámez
El expresident de la Generalitat, Carles Puigdemont.

Como en el periodismo lo primero son los hechos y luego van las opiniones, vamos antes que nada con el dato objetivo más descacharrante y absurdo que hemos vivido en la política española en los últimos 30 años: la gobernabilidad de España está a día de hoy en manos de un fugado de la justicia.

Seis años después de la desconexión independentista que mandó a paseo la convivencia en Cataluña, el prófugo Carles Puigdemont ejerce de presidente del Tribunal Supremo de la política patria decidiendo con su dedo tan señalador como acusador quién será desde este otoño el presidente del Gobierno de España. Si Sánchez o si Feijóo. Y lo decidirá a la misma vez que sigue pensando cómo esquivar las órdenes de busca y captura del juez Llarena. Todo muy edificante.

Me imagino que en esto también consiste la excepción ibérica, que hace que no sólo haya resucitado Pedro Sánchez cuando las encuestas lo mandaban al rincón de pensar, sino que también nos trae de nuevo a la primera línea a un tipo tan políticamente delirante y fanático como el señor que lleva más de un quinquenio afirmando en las instituciones europeas que España es una terrible dictadura que atropella los derechos de los bondadosos independentistas del norte de España.

Este sujétame el cava es fruto de un empate electoral casi perverso. La España del bloquismo belicoso se ha enredado en sus animadversiones hasta tal punto que nos han obligado a todos los españoles a elegir entre susto o muerte cuando lo único que ya queríamos era elegir entre playa o montaña.

Este sujétame el cava es fruto de un empate electoral casi perverso

La disyuntiva ahora es si habrá un consejo de ministros tan débil que no será capaz de aprobar ni los presupuestos generales de la comunidad de vecinos de la Moncloa o si nos obligarán a ir una y otra vez a las urnas en una sucesión insoportable de repeticiones electorales que culminará con un gobierno perpetuo en funciones.

Igual que Mario Vargas Llosa se preguntó en su día cuándo se torció el Perú, en este punto nosotros también podríamos hoy interrogarnos sobre cuándo decidimos hacernos este harakiri nacional que nos obliga a fiarlo todo a unos partidos antisistema que, a izquierda y a derecha, le tienen tanta alergia a los consensos y a la estabilidad.

Reconozco que la centralidad en España es como un unicornio. No existe. Pero si nos ceñimos de nuevo a los hechos, lo que observaremos es que entre el PP y el PSOE suman el 64% del voto de los españoles que acudieron a sus colegios electorales, que no significan ningún regreso a un bipartidismo imperfecto, pero que sí permiten explorar acuerdos que no pasen por las peores cajas registradoras del hemiciclo.

Los dos grandes partidos tienen unos cuantos elefantes en sus armarios. Pero ni el PP puede depender de una organización como Vox que se comporta electoralmente como un destroyer de los derechos y libertades de los demás ni el PSOE debe seguir pactando con partidos dirigidos por sediciosos, fugados de la justicia o que han llevado a condenados de ETA en sus listas de las municipales. Eso no es entender la España diversa y plural de la que hablan algunos. Eso es aceptar que las ballenas y las orcas son animales de compañía.

No planteo aquí tanto una reforma electoral, que podría discutirse después de 45 años de democracia, como que los dos grandes partidos asuman que no podemos seguir secuestrados por quienes enarbolan con orgullo la bandera del extremismo y de la negación política del otro.

Los sistemas democráticos se construyen desde las leyes escritas y también desde esas convenciones no escritas que nos dicen que no hay democracia sin tolerancia, respeto mutuo, contención y aceptación de las reglas del juego.

Si seguimos apoyándonos en quienes se jactan de no querer saber de todo esto, iremos a peor. Y antes de lo que pensábamos. Las democracias tardan años en construirse, pero mucho menos en debilitarse, sobre todo si terminan dependiendo de un señor que huyó en el maletero de un coche después de intentar romper la unidad de España.

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