Carmelo Encinas Asesor editorial de '20minutos'
OPINIÓN

Explosión de normalidad

Varias personas disfrutan del buen tiempo en el paseo marítimo de la playa de La Carihuela, en Torremolinos.
Varias personas disfrutan del buen tiempo en el paseo marítimo de Torremolinos.
D.PÉREZ/EFE
Varias personas disfrutan del buen tiempo en el paseo marítimo de la playa de La Carihuela, en Torremolinos.

Fernando Simón habla ya de quitarse la mascarilla. Este médico que, para bien o para mal, quedará en el imaginario público español como el hombre de la pandemia, abrió esta semana una rendija para retirar la exigencia de uso del protector que nos mantiene embozados desde hace quince meses. Es verdad que el epidemiólogo de cabecera se refirió a relajar la exigencia en los exteriores si la evolución de los contagios y, sobre todo, su incidencia en la presión hospitalaria continúan a la baja.

La mascarilla es, sin duda, el elemento más visible de la anormalidad que condiciona nuestras vidas desde marzo del año pasado y el que más alteró nuestra fisonomía. El día que cese su obligatoriedad, a muchos les parecerá mentira y habrá quien la siga usando para sentirse protegido ante la Covid-19 o cualquier otro microorganismo que amenace su, ahora constatada, frágil existencia. Pero serán los menos. El hambre de normalidad de los españoles es tal que, al menor atisbo de luz, desterrarán todo elemento que les recuerde a las exigencias y restricciones a las que nos obligó la propagación del virus.

Lo visto y oído el pasado fin de semana, el primero tras decaer el estado de alarma, demuestra hasta qué extremo la población española, quizá la más extrovertida de toda Europa, necesitaba dar rienda suelta a sus contenidas ganas de recuperar muchos de los hábitos que daban sentido a su existencia hasta el invierno de 2020. El éxodo masivo en las grandes ciudades hacia otras provincias, sin la necesidad de presentar salvoconducto alguno para cruzar los cierres perimetrales, disparó la intensidad del tráfico a niveles que casi habíamos olvidado. Allí donde el tiempo acompañaba hemos vuelto a ver las playas atestadas y sus chiringuitos a pleno rendimiento.

En Madrid el uso de la M-30 está ya muy próximo a los índices prepandemia y en los comercios se ha producido un extraordinario incremento de la actividad. Un diez por ciento ha aumentado, de golpe, el uso de las tarjetas de crédito, un repunte del consumo que ya se deja sentir en las reservas de hoteles, viajes y restaurantes, que están viéndose especialmente beneficiados por esta explosión de normalidad. 

Era de justicia que el turismo y la hostelería recibieran la primera inyección de optimismo, aunque muchos negocios se fueron al garete sin recuperación posible. Nunca hubo tanta gente poblando las terrazas de bares y cafeterías, y nunca hubo tantas mesas y sillas en la piel urbana. La expansión de la hostelería en la vía pública resulta tan invasiva que son muchas las calles donde el peatón ha de bajar a la calzada para sortear su mobiliario.

Este rebrote de la actividad, ante la ya inminente temporada de verano, preludia la expectativa de recuperar, al menos, la mitad de los 80 millones largos de turistas que nos visitaron en el 2019, y en eso se afanan los operadores del sector que se dan cita estos días en Fitur.

Unas expectativas que son factibles gracias al proceso de vacunación en curso que se ha revelado como el único medio de acabar con la pesadilla del coronavirus. Es obvio que nada ni nadie ha logrado bloquear su propagación y que solo la vacuna puede detener su siniestra cabalgada. Resulta aterrador imaginar el abismo sanitario, económico y social en el que habríamos caído de no ser por esos viales mágicos que la ciencia ha desarrollado en un tiempo récord. Que nadie se engañe, el virus sigue ahí y no caben espejismos ni modos de vencerlo por decreto. La vacunación es la mejor arma económica, la única capaz de devolvernos la bendita normalidad.

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