OPINIÓN

8-M: la batalla política

Las ministras de Igualdad y Derechos Sociales, Irene Montero e Ione Belarra, solas en la bancada del Gobierno. Detrás suya, aplausos a Cuca Gamarra de los diputados del PP.
Las ministras de Igualdad y Derechos Sociales, Irene Montero e Ione Belarra, solas en la bancada del Gobierno. Detrás suya, aplausos a Cuca Gamarra de los diputados del PP.
EFE/ Mariscal
Las ministras de Igualdad y Derechos Sociales, Irene Montero e Ione Belarra, solas en la bancada del Gobierno. Detrás suya, aplausos a Cuca Gamarra de los diputados del PP.

Los partidos políticos de Estados Unidos fueron, probablemente, los primeros en advertir, hace ya décadas, que convenía parcelar al electorado en sectores sociales para hacer campañas específicas que consiguieran atraer votos. Así, los dividieron por edades, clase social, nivel de estudios, lugar de residencia, profesión, religión o sexo. Hecha esa diferenciación, los cruzaron. Por ejemplo: hombres jubilados de clase media, católicos, con estudios medios, que viven en barrios de las afueras de grandes ciudades, y que fueron trabajadores manuales. ¿Qué pide alguien así en una campaña electoral? En España, ese trabajo sociológico y político es más reciente, pero ya está muy implantado en las salas de máquinas de los partidos políticos, para dirigir mensajes específicos.

En esta semana del 8-M, el objetivo del Gobierno de coalición ha sido el voto de las mujeres, con el compromiso de imponer la paridad por ley, aunque esa normativa ya estaba en el ordenamiento europeo y había que trasponerla a la legislación nacional. Pero todo sirve cuando la situación política se complica, y al presidente y a sus socios se les ha complicado mucho en las últimas semanas. Hace tres años, para atraer el apoyo femenino hacia PSOE y Unidas Podemos en vísperas de otro 8-M, el Ministerio de Igualdad forzó –y Moncloa aceptó que se forzase– acelerar la ley del ‘solo sí es sí’. Las consecuencias de aquella precipitación las conocemos ahora, en el entorno de un nuevo 8-M, con centenares de delincuentes sexuales que han conseguido reducir sus condenas –y hasta salir de prisión antes de tiempo– debido a esa norma.

La competencia electoral de los dos partidos que conforman el Gobierno ha provocado grandes tensiones entre las mujeres de ambas fuerzas políticas y entre las organizaciones feministas satélites de esos partidos. El intercambio de insultos no ha sido inusual cuando se referían a este asunto. Necesitan diferenciarse, porque en caso contrario serían una misma cosa. Para diferenciarse, a veces hay que exagerar, y las exageraciones tienden a derivar en discusiones virulentas. Cabe suponer que las cosas que unos y otros dicen contra sus socios en los mítines se matizarán mucho en los consejos de ministros. Lo contrario sería altamente preocupante.

Los derechos de la mujer son tan imprescindibles que no merecen un espectáculo como el que se ha dado desde las altas esferas del poder en los últimos meses. Las épocas electorales, como este año en España, no facilitan un debate social sosegado ni alejado del partidismo. Pero convertir la reivindicación feminista en un intercambio de descalificaciones entre las propias feministas no favorece en nada a la causa que se pretende defender.

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