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Cambiar de ciudad por la educación de un hijo con discapacidad: "Es un sacrificio que merece la pena"

Familias que se mudan.
Familias que se mudan.
20minutos
Familias que se mudan.

Las familias de niños con discapacidad están acostumbradas a hacer todo tipo de sacrificios: dejar de trabajar para poder atender a sus hijos, invertir grandes cantidades de dinero en terapias y médicos especializados, incluso mudarse en busca de mejores posibilidades educativas para ellos.

Trasladarse de ciudad implica, en ocasiones, un cambio de trabajo para los padres y un nuevo colegio para los hermanos. También alejarse de la familia y prescindir, por tanto, de su apoyo, tan necesario. Pero todo este esfuerzo merece la pena, ya que tiene la mejor de las recompensas: que estos niños desarrollen su máximo aprendizaje y autonomía para que tengan un mejor futuro.

Una familia separada en dos ciudades distintas

Potenciar su aprendizaje fue lo que motivó a los padres de Antonio, un niño de 9 años con Trastorno Específico del Lenguaje (TEL), a trasladarse de su ciudad natal, Torremolinos (Málaga), a Madrid. El niño, con 7 años en ese momento, sufría un retraso a nivel curricular derivado de su patología y acentuado por la pandemia. “Notábamos que venía frustrado de clase porque se daba cuenta de que iba a quedarse atrás y vimos que le estaba afectando anímicamente bastante", cuenta Ana María, su madre.

Antonio haciendo tareas en casa
Antonio haciendo tareas en casa
CEDIDA

Por ello, sus padres decidieron llevarlo al 'El Cole de Celia y Pepe', un colegio de educación especial en Madrid, especializado en trastornos del lenguaje. "Pensábamos que ese centro era una buena opción para darle un empujón y que se pudiera poner más o menos al ritmo de los niños de su edad”, comenta su madre.

Durante dos años, Ana María vivió junto a su hijo en un piso de alquiler en Madrid, desde donde teletrabajaba y, cada fin de semana, viajaban a Torremolinos, donde permanecían su marido y su hijo mayor, adolescente en ese momento. “Fue muy complicado porque no conocíamos a nadie y a nivel anímico me afectó porque estaba sola, pero queríamos intentarlo por todos los medios", cuenta.

La primera vez que le pusieron a leer se metió debajo de la mesa para llorar por el miedo que tenía de no hacerlo bien

En el colegio de educación especial, Antonio pudo recuperar el ritmo académico, pero lo más importante, cuenta Ana María, su autoestima: “La primera vez que le pusieron a leer para ver cómo iba se metió debajo de la mesa para llorar por el miedo que tenía de no hacerlo bien. Ahora, en cambio, viene contento, ha visto que aprende, que consigue cosas”.

Antonio tiene problemas de memoria, atención y comprensión pero, tras dos años en este centro escolar, ha podido recuperar el nivel que le corresponde a su curso. Por ello, Ana María decidió al final del curso pasado volver a su ciudad natal: “No es una situación para mantenerla en el tiempo porque no podemos estar siempre separados y nos aconsejaban que volviera a ordinaria, a relacionarse con más niños”.

Este curso, Antonio ha retomado las clases en un colegio ordinario de Málaga con adaptación curricular y apoyos, tanto en clase como en casa, para hacer los deberes. “El sacrificio mereció la pena y ojalá el titule el día de mañana y logre la meta que él se ponga y quiera conseguir”.

Alejarse de la familia por la integración de una hija

La familia de Claudia, una adolescente de 16 años con discapacidad física e intelectual derivada de una enfermedad rara sin diagnosticar, también tuvo que mudarse de ciudad. Los padres de esta joven, con rasgos autistas, problemas de comunicación y aprendizaje, además de dificultades a nivel motor, decidieron trasladarse de Guadalajara a Toledo hace cuatro años.

Claudia, en Toledo, donde vive actualmente
Claudia, en Toledo, donde vive actualmente
CEDIDA

“En el colegio ordinario público al que acudía era prácticamente la única alumna con Necesidades Educativas Especiales (NEE). Tenía todos los recursos (profesor de Pedagogía Terapéutica (PT), de Audición y Lenguaje (AL), Auxiliar técnico educativo (ATE) y fisioterapeuta), pero el colegio no la quería tener, el profesorado insistía en que su lugar era un centro específico. No le realizaban las adaptaciones curriculares y si las pedíamos la contestación era que no aceptábamos la discapacidad de nuestra hija”, comenta Leticia, su madre.

Pese a su mala experiencia en este centro, los padres de Claudia decidieron que su hija continuara porque la niña tenía un dictamen de escolarización ordinaria con apoyos y creían importante que socializara también con niños sin discapacidad: “Pensábamos que para su desarrollo le podría beneficiar más contar con un entorno que ya conocía, cerca de casa, antes que tener que desplazarnos al único centro de educación especial de Guadalajara, del que no teníamos buenas referencias”.

En 2018, mientras Claudia finalizaba la educación primaria, sus padres conocieron, gracias a una asociación de niños con discapacidad, un colegio ordinario concertado en Toledo con cerca de 20 alumnos con NEE en cada nivel y no dudaron en trasladarse de ciudad.

“Estamos muy contentos porque la diferencia es que en este colegio tenemos una predisposición por parte de todo el equipo de orientación y de profesores que no habíamos tenido antes y lo hace todo mucho más sencillo. Lo que queremos, al final, es que Claudia pueda pasar de la mejor manera posible la fase educativa”, asegura Leticia.

No teníamos a nadie con quien dejarla si lo necesitábamos. Ahora ya empezamos a hacer círculo y conocemos a otras familias

Aunque su madre considera el cambio “más que positivo”, reconoce que también fue duro al “coincidir con la pandemia y tener que dejar todo nuestro entorno atrás”. Además, cuenta, “el primer año fue bastante complicado en el colegio, aunque desde el centro nunca nos lo hicieron ver y eso nos ayudó mucho”.

Leticia dedica todo su tiempo al cuidado de su hija, mientras que su marido pudo continuar su trabajo a distancia. No obstante, estar lejos del resto de la familia es difícil: “No teníamos a nadie con quien dejarla si lo necesitábamos. Ahora ya empezamos a hacer círculo y conocemos a otras familias”. 

¿Y cuándo acabe su etapa educativa? “Nos lo vamos planteando curso a curso, porque no sabemos qué dificultades va a ir teniendo Claudia. La idea es que agote la repetición extraordinaria de 4º de la ESO. Sabemos que Toledo no va a ser nuestro destino definitivo y que el mercado laboral lo tiene complicado, aunque ahora con las facilidades que da internet haremos algún tipo de negocio familiar que le sirva como trabajo”, añade.

Dos traslados hasta conseguir entrar en la Universidad

Josefina es la madre de Jonathan, un joven de 19 años que padece epilepsia refractaria. Comparte la visión de que existe una falta de inclusión en el mundo laboral de las personas con discapacidad. En su caso, su hijo ha comenzado este año a estudiar Medicina en Barcelona, algo que ha costado mucho esfuerzo y dos mudanzas. La familia reside en Calella, un municipio barcelonés a dos horas en tren de la universidad, por lo que no descartan volver a cambiar de residencia en un futuro.

Jonathan frente a su Universidad, en Barcelona
Jonathan frente a su Universidad, en Barcelona
CEDIDA

Cuando la familia, con otra hija menor, tuvo que trasladarse de ciudad por primera vez Jonathan tenía 12 años y vivían en Balaguer (Lleida). Debido a su enfermedad, cuando el joven sufre crisis epilépticas se le debe administrar medicación de rescate. “En su primer colegio era un descontrol total, con llamadas diarias de ambulancias, por lo que le cambiamos de centro a otro en la misma localidad”, explica.

Sin embargo, en este segundo colegio, con menos alumnos, la cosa no fue mejor. Jonathan no contaba con recursos médicos adecuados ni apoyos que le facilitaran seguir el currículum escolar. “Era una mala praxis continuada, hasta que el propio centro le obligó a realizar educación domiciliaria, con un profesor seis horas a la semana y mi presencia permanente por si le pasaba algo, por lo que tuve que dejar de trabajar”, cuenta su madre.

Tras un año con educación domiciliaria, sus padres comenzaron a notarlo muy afectado emocionalmente, hasta el punto de querer suicidarse en varias ocasiones. Por ello, la familia hizo una búsqueda de ocho meses por toda Cataluña hasta encontrar un centro en Tordera (Barcelona) que le aceptó, con la condición de que su madre le acompañara durante toda la jornada escolar para socorrerle en caso de que sufriera una crisis epiléptica.

En este instituto, donde tenía adaptaciones curriculares, cursó toda la educación secundaria obligatoria. “Él siempre ha sido muy estudioso, pero las crisis le han derivado en una serie de patologías y por eso necesita la figura de un cuidador que le atienda tanto médica como curricularmente”.

Es duro porque un traslado domiciliario no es barato y también supone alejarse de la familia, de los amigos, de tus raíces

Tras finalizar la ESO, la familia tuvo que trasladarse de nuevo. En este caso a otro municipio barcelonés, Calella, para continuar sus estudios de Formación Profesional de Auxiliar de Enfermería donde sí tuvo la ayuda de un cuidador. Después, realizó un grado de Técnico Superior en Higiene Bucodental. En ese momento, Jonathan se encontró con que “ningún centro de trabajo lo quería” para realizar las prácticas. “Ahí nos dimos cuenta de que era también un problema del sistema laboral”, comenta Josefina.

Finalmente, el esfuerzo valió la pena y Jonathan consiguió una de las plazas reservadas para personas con discapacidad en la universidad y podrá cumplir un sueño: ser médico. “Mi experiencia con mi hijo es que estamos rompiendo muros constantemente. Al final es calidad educativa lo que le queremos siempre, que adquiera conocimientos y autonomía dentro de sus posibilidades”, afirma Josefina.

“Es duro porque un traslado domiciliario no es barato y también supone alejarse de la familia, de los amigos, de tus raíces. Vivimos como ciudadanos del mundo”, asegura Josefina. “Lo más difícil de todo es el dolor que acumulas, la soledad de no tener a nadie que te dé calor y apoyo en un momento de debilidad”, añade.

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