Mario Garcés Jurista y escritor
OPINIÓN

Todos los fuegos el fuego

Un bombero observa las llamas del incendio de Quintanilla del Coco, en Burgos, en una imagen de archivo.
Un bombero observa las llamas del incendio de Quintanilla del Coco, en Burgos, en una imagen de archivo.
EFE
Un bombero observa las llamas del incendio de Quintanilla del Coco, en Burgos, en una imagen de archivo.

Entre terraplanistas del cambio climático y maximalistas sin freno y marcha atrás, España arde. Todos los fuegos el fuego como el libro de Julio Cortázar. Porque el fuego es uno, devastador y voraz. El hombre se rebela contra la naturaleza, en su consciencia de maldito o en su inconsciencia de imperfecto, no para dominarla sino para exterminarla. En la maldición bíblica del hombre libre, el fuego ha estado presente desde el principio de la historia. No en vano en el Nuevo Testamento, en la Carta de Santiago, capítulo 3, al hablar de los pecados de la lengua, se puede leer: "Ved que un poco de fuego basta para quemar todo un bosque". El mismo fuego de la zarza fatua de Moisés, la que no se consumía, la que ardía milagrosamente ante los ojos del pastor.

"El hombre de estos campos que incendia los pinares" es verso célebre de Antonio Machado en Campos de Castilla. El malparido y desgraciado que avienta el fuego y luego duerme el sueño de los miserables. El que contempla su obra, como el incendiario de Baudelaire en Pequeños poemas en prosa, cuando reza: "Un amigo mío … incendió una vez un bosque para ver (…) si el fuego se extendía tan fácilmente como suele afirmarse. Diez veces consecutivas fracasó el experimento, pero a la undécima logró un éxito demasiado grande…". Y la contempla ebrio, ufano de su obra, el más puro ejemplo de la sinrazón del hombre en su estado natural de crueldad. "Aliagas convulsas, de un amarillo que da luminosidad. Enciende un cigarro, y el erizo gigante de una mata abre su hermosa garganta reseca queriendo el fuego como un frutal pide el agua (…) Estalla una crispadura recóndita y el corazón de la fogada se trenza y se distiende". Esta es la narración voluptuosa del impulso del pirómano, cuando Gabriel Miró paseaba por la Sierra de Mariola.

Frente al hombre despreciable y ruin que asola la tierra que le vio nacer, hay otro que lucha por abatir las lenguas del fuego, allí le vaya la vida en ello. Caín y Abel enfrentados por el fuego. "Estaba solo con su cayado nada más. Con legón, con azada, descuajaría las socas de esos hogares de leña; les arrimaría y les volcaría tierra y pedregal, como hacen los labradores y pastores para remediar los incendios. Quiso valerse de su bastón y le retoñó en lenguas que le devoraban". En esa lucha eterna entre el bien y el mal que describe Miró, el fuego se convierte en bestia que muerde la hierba y se ceba hasta con las esponjas húmedas de los musgos del bosque. Y se ceba con el hombre bueno, mientras el monstruo observa el exterminio que ha provocado. La vida en llamas. Y, al final, un recuerdo impalpable de lo que fue el bosque quemado, cuando todo haya acabado, como las cenizas de un ala de mariposa calcinada en el incendio.

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