Ya nada queda del motín de Esquilache, que fue motín de capas. Otro motín, de copas, pero también de manteles, se ha desatado en el vetusto Madrid donde todavía vive el ratoncito Pérez a una esquina de Arenal. El gabinete de algún diezmado presidente del Gobierno no alertó de que Madrid es ciudad de fondas, bodegones, figones y posadas. Y que no se puede clausurar la vida ufana de los zócalos de las tabernas, donde rizan voces y cantan saetas en Semana Santa.
Que fue otro gabinete, Caligari, el que rimó la letra de los bares, "qué lugares, tan gratos para conversar", pues ya sabían que si desaparecía el murmullo del vermú de grifo y del gin-tonic para empezar, un estilo de vida entero desaparecía. Y con él, todo un pueblo.
Cerrar los bares en Madrid era desterrar a Machado del Café Comercial o a Baroja de la Taberna de Antonio Sánchez
Porque desde el siglo XVI, al buen madrileño los médicos de la Corte ya le recomendaban levantarse a las siete y acostarse a las once, antes de que el mando único del siglo XXI decretara el estado de alarma y se levantara contra los feudos unidos de nuestra nación. Lo extraño es que el PSOE que nació en 1879 en la legendaria Casa Labra, a golpe de tajadas de bacalao rebozado y croquetas, no se haya dado cuenta.
Cerrar los bares en Madrid era expulsar de nuestro imaginario a Hemingway amotinado en el restaurante más antiguo del mundo, el Sobrino de Botín. Desterrar a Machado del Café Comercial o a Pío Baroja o Julio Camba de la Taberna de Antonio Sánchez, allí donde Alfonso XIII encargaba torrijas cada día para desayunar antes de tomar la carretera del exilio.
O Lhardy, afrancesado y fundado a instancia de Mérimée, cuyo paladar repugnaba la cecina y los torreznos de las tabernas del Madrid cañí. Y La Carmencita, Bodegas Ricla, Taberna Oliveros o Casa Alberto. Ciriaco, Camacho, Venencia, Mingo, Gijón y Malacatín.
Si alguna vez han de cerrarse, que me cojan dentro, allí donde se respira el humo de lo proscrito y el olor de lo prohibido
Banda sonora del Madrid levantisco, del 2 de mayo al 4 de mayo, cuyos cafetines y tabernas no cerraron ni durante la Guerra Civil. Pero llegaron otros. La modernidad del restaurante para nuevos ricos en nuevos barrios, con mala comida, buenas vistas al paisanaje humano en tránsito de coqueteo y precios imposibles para la medianía ha convivido con el eterno Madrid, desde la plaza de la Cebada hasta la plaza de Santa Ana.
Callos madrileños, cañas dobles bien tiradas, cocidos en La Bola, soldaditos de Pavía, arenques emperejilados con rocío de aceite y vinagre. Porque si alguna vez han de cerrarse para siempre que me cojan dentro, allí donde todavía se respira el humo de lo proscrito y el olor de lo prohibido. Que me cojan con un piano y un pianista, y que alguien cante con voz inflamada de pasión Como una ola. Y que no se olviden de los cacahuetes, que la próxima ronda la pago yo, que hoy es mi cumpleaños.
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