El escalofrío vuelve de nuevo siempre que se habla de ETA. El escalofrío y también la angustia insoportable, la pérdida irreparable, la memoria perdida, las pesadillas que permanecen y los sueños que nunca pudieron ser. Ahora que se cumplen 10 años desde que la banda terrorista dejó de matar regresan a nuestra memoria aquellos años del plomo, grises, oscuros y terribles, donde la vida cotizaba a la baja y donde quizá cometimos el error de acostumbrarnos al tiro en la nuca y a la bomba lapa, al secuestro y al chantaje.
El temblor se hace más intenso cada vez que enumeramos los 3.500 atentados, las 7.000 víctimas, los 860 muertos provocados por una barbarie que con la excusa de luchar contra el franquismo y sus herederos se acabó cebando con una democracia recién parida. Porque no hay que olvidar que casi el 70 por ciento de estos atentados tuvieron lugar tras la muerte del dictador e incluso después de Ley de Amnistía de 1977.
Ahora que se vuelve la vista atrás por el aniversario, por las palabras de Otegi, por los 200 etarras que todavía siguen en prisión y por los Presupuestos para 2022 estaría bien no olvidar a las víctimas para que estas no vuelvan a ser asesinadas y no caer en la trampa del lenguaje abertzale. No deja de ser terrible que Bildu se llevara todas las portadas de estos 10 años sin los disparos en la nuca y sin las bombas lapa que ellos ampararon, defendieron y celebraron durante los 42 anteriores.
Y uno entiende que en este tipo de conflictos hay que hacer de tripas corazón y hay que hacer concesiones; pero lo que no debe hacerse es reírse de los muertos o humillar a los supervivientes. Con el cinismo de costumbre, Otegi puso precio inmediato a sus buenas palabras y al apoyo a los Presupuestos: los 200 gudaris tienen que volver a casa. Sánchez negó cualquier cambalache de presos por Presupuestos, pero tal aseveración, viniendo de él y de la mochila que acarrea, lejos de tranquilizarnos, nos inquieta.
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