El atentado contra Carrero Blanco: medio siglo del espectacular magnicidio que pudo cambiar el curso de la historia en España

El atentado de Carrero Blanco, en una foto de archivo
El atentado contra Carrero Blanco, en una foto de archivo
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El atentado de Carrero Blanco, en una foto de archivo

A las 09.27 horas del 20 de diciembre de 1973 —hará este miércoles justo medio siglo— estallaban en pleno centro de Madrid 50 kilos de dinamita, una gigantesca explosión que sacudía el corazón de la capital y también los cimientos del régimen franquista. El presidente del Gobierno, almirante Luis Carrero Blanco, había sido asesinado

El delfín de Franco regresaba a su casa después de haber comulgado como cada día en la iglesia de San Francisco de Borja, pero cuando su coche circulaba a la altura del número 104 de la calle Claudio Coello, los terroristas del comando Txikia de ETA activaron los explosivos enterrados bajo el asfalto. La explosión fue tan violenta que el vehículo presidencial, un Dodge 3700 GT, voló por los aires más de 30 metros y fue a parar al patio interior del edificio contiguo, una residencia jesuita de cuatro pisos de altura. Carrero Blanco murió en el acto. Los otros dos ocupantes del vehículo, el conductor y un policía, también fallecieron.

En medio de la calle solo quedó un enorme cráter y un penetrante olor, que hizo que las primeras hipótesis apuntaran a un escape de gas como causante de la explosión. Eso comentaban los aturdidos testigos instantes después del magnicidio, mientras los dos terroristas de ETA que detonaron la bomba, Kiskur y Argala, aprovechaban la confusión para escapar del lugar vestidos de electricistas. 

A solo una manzana de allí les esperaba al volante de un coche robado Atxulo, el tercer integrante del comando de ETA que participó directamente en la operación Ogro, nombre en clave dado por la banda al atentado contra Carrero. Los tres terroristas huyeron rápidamente del lugar cruzando el paseo de la Castellana, realizaron un cambio de vehículo y abandonaron Madrid por el sur para refugiarse en un piso franco en Alcorcón, donde permanecieron escondidos hasta que se relajaron los controles policiales que sitiaban la capital.

Aquella misma noche, ETA reivindicaba la autoría del atentado a través de un comunicado difundido en primera instancia por Radio París en el que la banda justificaba el crimen como "la justa respuesta revolucionaria de la clase trabajadora y de todo nuestro pueblo vasco a las muertes de nuestros nueve compañeros de ETA", en referencia a nueve terroristas muertos a manos de la Guardia Civil, entre ellos el exjefe de la banda Eustakio Mendizabal, alias Txikia, que dio nombre al comando. 

Cuando se calmaron las aguas, y con la ayuda de la disidente del Partido Comunista Eva Forest, que colaboró con ETA en la preparación del atentado, los tres terroristas salieron de Madrid escondidos en un camión y llegaron a la localidad guipuzcoana de Fuenterrabía para poco después cruzar la frontera y ponerse a salvo en el sur de Francia. La operación Ogro había concluido con éxito.

En Madrid, nadie imaginaba la posibilidad de un ataque terrorista de tal magnitud y mucho menos a manos de ETA, una organización todavía en ciernes que hasta entonces solo había cometido asesinatos en el País Vasco. Prueba de ello son las escasas medidas de seguridad en torno al presidente del Gobierno, cuyo vehículo oficial no estaba blindado y se desplazaba por la capital sin apenas escolta, repitiendo día tras día el mismo itinerario. 

Con ese exceso de confianza por parte del régimen, los terroristas lo tuvieron fácil para preparar el atentado durante un año. Estudiaron con detenimiento los movimientos de Carrero, siempre metódicos, y trasladaron a Madrid la dinamita robada meses antes en un polvorín de Hernani, con la participación de Josu Ternera, como reconoce el propio exjefe de ETA en el documental de Jordi Évole 'No me llame Ternera'

Actuando con total libertad en Madrid, los integrantes del comando Txikia acondicionaron los pisos francos, robaron los coches necesarios y analizaron las mejores rutas de escape. También alquilaron sin problemas un sótano en el 104 de Claudio Coello, a escasos 100 metros de la hipervigilada embajada de EEUU, y excavaron un túnel de 6 metros de largo desde ese local hasta el centro de la calle para colocar allí los explosivos. Ni la Policía franquista, ni la Brigada Político-Social, ni la Guardia Civil, ni los recién creados servicios de inteligencia (SECED) del régimen hostigaron a los etarras.

El día del magnicidio, la oxidada maquinaria de la dictadura también tardó en reaccionar y en asumir lo que había ocurrido. No fue hasta ya entrada la tarde cuando Televisión Española confirmaba ante los españoles que el presidente había sido asesinado. ETA había asestado un golpe mortal al régimen, en su capital y a plena luz del día. La debilidad del franquismo, con el dictador ya mermado físicamente por el Parkinson, quedaba más al descubierto que nunca.

El entierro del almirante en el cementerio de El Pardo tuvo lugar al día siguiente después de que el féretro recorriera el paseo de la Castellana en un solemne cortejo fúnebre, con la presencia del entonces príncipe Juan Carlos. La comitiva la encabezó el cardenal Tarancón, increpado por grupos ultras al grito de "rojo" y "traidor" por su talante aperturista y favorable a la democracia.

El asesinato de Carrero Blanco, apenas seis meses después de que Franco le entregara la presidencia del Gobierno, marcó un antes y un después para el régimen franquista y para la historia de España. La mano derecha del generalísimo, el hombre elegido para perpetuar el legado del dictador, había desaparecido.

La respuesta del régimen fue encerrarse en sí mismo, virar hacia las corrientes más rígidas de la nomenclatura franquista, aquellas élites que no terminaban de congeniar con Carrero Blanco, pese a ser uno de los hombres más fieles a Franco, acérrimo católico y anticomunista. Sin embargo, su apuesta incondicional por Juan Carlos I como sucesor del dictador al frente de la jefatura de Estado le engendró enemistades dentro del ala dura, monárquicos que no confiaban en el joven príncipe y franquistas que no aprobaban la restauración de la monarquía.

Su apuesta incondicional por Juan Carlos I como sucesor al frente de la jefatura de Estado le engendró enemistad en el régimen

Tampoco los aperturistas fraternizaban con Carrero, contrario a todo intento de dirigir el régimen hacia los valores democráticos, pero en lugar de abrirse hacia esas corrientes más reformistas encarnadas por Manuel Fraga o Fernando María Castiella, el régimen se bunkerizó y las facciones más inflexibles impusieron a su candidato, el ministro de la Gobernación, Carlos Arias Navarro, un hombre cercano a la familia del dictador y partidario de la mano dura contra cualquier atisbo de oposición, algo que había demostrado en su etapa al frente de la Dirección General de Seguridad (1957-65).

Pero la España de principios de los 70 era diferente, el país se había modernizado y la sociedad había cambiado. Consciente de ello, Arias Navarro transigió con las demandas de una ciudadanía hastiada de dictadura que exigía más libertades y mostró un tímido carácter aperturista, aunque pronto se vio superado por los acontecimientos. La crisis del petróleo que azotó a la economía mundial o la Revolución de los Claveles en Portugal jugaron en contra del debilitado régimen, que además sufrió nuevos envites de ETA, como el sangriento atentado de la cafetería Rolando, que dejó 13 muertos junto a la Puerta del Sol de Madrid.

El espejismo aperturista apenas duró unos meses. La represión se hizo de nuevo patente con el aumento de los Consejos de Guerra y las condenas a muerte, como el ajusticiamiento de Salvador Puig Antich, en marzo de 1974, que provocó una oleada de protestas internacionales. El régimen estaba cada vez más solo e, incluso, había perdido el apoyo de la iglesia, pilar fundamental del franquismo desde sus orígenes. La Transición había comenzado. El atentado contra Carrero Blanco la había activado.

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