Borja Terán Periodista
OPINIÓN

'La última noche': claves de un estrepitoso fracaso de Telecinco

Sandra Barneda en 'La última noche'
Sandra Barneda en 'La última noche'
Mediaset
Sandra Barneda en 'La última noche'

Telecinco quiere abrirse a nuevos públicos y romper con su imagen de canal hipercentrado en el reality show del corazón, linea editorial que le estaba impidiendo conquistar audiencias más amplias. Cambiar el modelo que se va quedando atrás de una cadena siempre es complicado. Es cuestión de tiempo y olfato. Pero las nuevas apuestas, lejos de mostrar una modernidad creativa que marque agenda y desmonte los prejuicios sobre la propia emisora, en realidad, los afianza. Sus nuevos espacios continúan centrándose en viejas artes de los programas del cuore. Aunque disfrazadas de otras temáticas. Lo demuestra La última noche, sustituto del Deluxe, que ha hundido la noche de este viernes a un mínimo 5,6 por ciento de share. Incluso por detrás de Cuatro, en un prime time sin apenas competencia y con un Password que no acaba de arrancar en Antena 3. Lo que resalta aún más el pinchazo de Mediaset.

En pleno verano, Telecinco ha optado por no perder la cita con la entrevista en directo en los viernes noche a través de una formato oscuro en forma y fondo. La escenografía, a pesar de realizarse desde un plató más amplio que el Deluxe, transmite ser una caja de cerillas. Con muchas pantallas, eso sí, hasta con una pasarela también de pantallas. Sin embargo, las pantallas están llenas de imágenes que más que luminosidad transmiten discoteca decadente. Todo se siente visualmente anacrónico. No apetece quedarse en este hangar.

La historia tampoco mejora cuando empiezas a vislumbrar el enfoque de contenido: remite a otra época. El formato juega a una alegoría de ir al cielo o el infierno. Una de sus gradas de público es el cielo y la otra es el infierno. O eso decían. Así se justifica el nombre del programa. De hecho, como apoteosis de la entrevista principal, llevan al invitado -este viernes ha sido Miguel Ríos- a una especie de notaría para legar últimas voluntades. Todo con humor, claro. Pero lo que menos se espera de una cadena generalista en una noche estival es que casi insinúen al invitado que le quedan dos Telediarios. Queda raro. Queda triste. Mejor cambiar de canal para escapar del funeral. La última noche es la antítesis del actual éxito de la tele, El Grand Prix: color, luminosidad, celebración de gente real.

La audiencia no está ya en las metáforas asustadizas del cielo y el infierno. Al menos en España. Tampoco interesada en debates-show a lo Moros y Cristianos, de cuando teníamos otras sensibilidades y, a la vez, leíamos mejor el costumbrismo nacional de su momento. Porque, tras la entrevista de apertura, La última noche se lanza a una tertulia desde dos mesas enfrentadas que ejercen de fría frontera con el espectador. En medio, la pasarela de leds como línea divisoria de posturas y, de paso, limitadora de la capacidad de movimientos por el decorado. Esta semana, el debate versó sobre ir "a favor o en contra del turismo a toda costa". Alguien pensaría que es un tema fresquito. Aunque hay propuestas que ya ni siquiera son debatibles. Mejor aprender algo de sabios en la materia o personas con experiencia singular. Llevamos años debatiendo por encima de nuestras posibilidades en la tele y en las redes, tanto que ya no vale con debates suaves en los que intuimos antes de que abran la boca los estribillos que van a verbalizar los contertulios habituales. Hay que salirse del cliché.

La última noche representa el tipo de programas que piensan más en un público de 2001 que en una audiencia de 2023. Los años pasan y, a veces, ni nos damos cuenta. Está bien abrirse a invitados como Miguel Ríos, pero no hay formato si la entrevista no aporta nada porque las preguntas son tópicos manidos y falta el carisma de la conversación. Porque, a menudo, para lograr un buen prime time de entretenimiento es decisiva la autenticidad del comunicador. Y su capacidad para abrazar la difícil tarea de escuchar lo que dice el invitado y jugar lo que necesita el público, más allá de lo evidente.

Y ahí está Sandra Barneda como maestra de ceremonias, intentándolo, pero engullida por el propio programa. La presentadora transmite una energía introspectiva que no remite a estar disfrutándolo, cualidad vital de los programas del Telecinco clásico. Tal vez porque Barneda es una de esas presentadoras que no puede disimular una barrera de pudor con la audiencia que es perfecta para rebajar la espuma emocional de realities como La isla de las tentaciones pero que no encaja con la adrenalina de un directo en el que hay que despertar, sí o sí, vínculos de empatía con la complicidad pícara del público. ¿Cómo? En La última noche hay demasiada intensidad, pero poca pasión cómplice capaz de subrayar el matiz inesperado que nos hace únicos. Todo es forzado. Aunque Sandra intente abrirse, el espectador siente que nunca acaba de conocer a Barneda. Este no es el programa, no es su programa.

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