Ayer se dio por finalizada la pandemia de manera oficial: ya no existe emergencia sanitaria. Tres años feroces han finalizado con la última mascarilla, han caído las últimas medidas económicas, que perduraban, aunque ya no se anunciaran. El cambio de costumbres y de hábitos sigue desconcertando. Se equivocaron quienes auguraron el teletrabajo generalizado. Demasiados mandos intermedios necesitan la presencia de sus trabajadores para justificar su puesto. Pero las costas se han visto invadidas por nómadas digitales extranjeros que, esos sí, han constatado las ventajas de trabajar bajo el sol y junto la playa y que elevan en un goteo incesante de oferta y demanda los alquileres e inmuebles locales.

Se pidió que se salvara a la hostelería, y parece que sí, que la hemos salvado, aunque las costumbres más irritantes para el consumidor (la reserva obligatoria, la rotación de mesas, esos códigos QR borrosos pegados a las mesas) continúen. Faltan camareros: abrieron los ojos al comprobar, algunos por primera vez, la realidad de sus contratos, y se los ha tragado la tierra en este país que en momentos de pánico recurre al ladrillo y a las mesas en terrazas.

El Gobierno da por finalizada la crisis sanitaria por la covid y aprueba el fin de las mascarillas en farmacias y centros de salud

Agonizan los cines: ni Indiana Jones ha logrado que las salas se llenen de nuevo. Quizás Barbie lo logre. La programación cultural continúa con la brújula imantada, incapaz de averiguar los nuevos gustos, cada vez más fragmentados por generación, por gustos, por modas que se escurren antes de cuajar. Los consumidores de este sector son, más que nunca, un enigma: se demanda que la cultura ha de ser gratis, cuando no robada, y sin embargo ha aumentado la venta de libros, las visitas a determinadas exposiciones, los viajes y las peticiones de formación en arte, filosofía y literatura. Ha quedado en el aire un vago miedo a lo vivido, una falta de esperanza en lo que viviremos.