Dice Rubén Blades en una famosa canción que no quiere ciudades de plástico, pero me temo que llega tarde. A pesar de todo lo que nos cuentan de eliminación de bolsas y tantas alternativas hermosamente sostenibles, su producción no para de crecer en el mundo. Ahora mismo es de 461 millones de toneladas, cifra que se espera duplicar en 2040.
Habrás oído eso de la economía circular y que lo reciclamos y reutilizamos todo, pero es mentira. Según un reciente informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), menos del 20 % de los plásticos se reciclan, apenas un 6% de los que diariamente se ponen a la venta. El resto acaban “por ahí”: 109 millones de toneladas contaminando ríos y lagos, 30 millones de toneladas emponzoñando los mares, donde ya hay más plásticos que peces.
Pero el problema no es solo acuático; la tierra también está gravemente plastificada. De acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), junto con la producción desaforada de envases, la nueva agricultura industrial es la principal responsable de la contaminación por plásticos y su terrorífica reconversión a microplásticos. Invisibles e indestructibles, mezclados con cientos de peligrosos aditivos, han pasado a la cadena alimentaria a través de los cultivos y ya los tenemos fluyendo en nuestra sangre. Es una gigantesca bomba de relojería que no para de crecer; que todavía no tenemos muy claro cómo afectará a nuestra salud, pero sí sabemos que ya la afecta, y mucho.
Tenemos un reto formidable: reducir la producción de plásticos en el mundo y mejorar su reciclaje. Pero somos peligrosamente paradójicos, porque brindamos por ello con vasos de plástico.
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