Borja Terán Periodista
OPINIÓN

La isla de las tentaciones y el amor mal entendido

Un peliagudo momento de 'La isla de las tentaciones'
Un peliagudo momento de 'La isla de las tentaciones'
Mediaset
Un peliagudo momento de 'La isla de las tentaciones'

La isla de las tentaciones engancha. Y mucho. Atrapa a un público que vive en la edad del pavo (independientemente de su edad). Lo consigue a través de parejas que se ponen a prueba con tal de alcanzar fama en la tele. Y luego irse de bolos por las discotecas de España.

Lo de menos es el amor, para qué nos vamos a engañar. Porque, para empezar, ya deberíamos saber que el índice de celos que sobresaltan jamás debería ser un termómetro de cuánto te quiere alguien. Sin embargo, este programa va de eso: de enfrentar a sus participantes al delirio de la desconfianza. Participantes que ya no tienen la ingenuidad de la primera edición, algunos de hecho piensan que cuánto más infieles sean más popularidad encontrarán gracias al escándalo.

Porque La isla de las tentaciones apela a nuestros instintos más básicos. Es un cóctel de crueldad, intimidad espiada, sentimientos adulterados, vergüenza ajena, giros inesperados y desamor identificable. Así, todo junto y sin sutilezas.

Aunque hayan cancelado al visceral Sálvame, en Telecinco no se cortan a la hora de enseñar a su audiencia lo que ansía ver: si tu pareja te ha sido infiel, verás las imágenes. Y luego las verás también delante de ella, claro, para multiplicar la desolación en tus ojos y lograr una buena apoteosis, como chimpún de la bacanal de toxicidades empaquetadas como si fueran una película de acción. Muy bien contada. Porque el guion de La isla de las tentaciones dosifica con destreza la información, rebajando la intensidad melodramática cuando toca con canciones e imágenes de un resort paradisíaco que relaja. Incluso invita a soñar con ir.

Un programa que hay que ver en directo. O a la mañana siguiente, en el instituto, te quedarás sin conversación. El problema es que más allá de que sea un mero entretenimiento de culebrón, lo empobrecedor está en que La isla de las tentaciones se queda atascada en patrones físicos monolíticos y en una superficial manera de entender el amor como sinónimo de propiedad. A veces, incluso un complemento adquirido para aparentar mientras paseas. El participante prototípico de este reality se podría resumir en ese tipo de humano que corre a atar un candado a la barandilla de un puente como "romántica" alegoría de que amar es esposarse y tirar la llave. Es el mismo que, al rato, pide a su pareja poder leer todos los mensajes que llegan a su móvil como demostración de quererse infinito. Pero no, eso no es amor. Suena más bien a posesión.  

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