Carmelo Encinas Asesor editorial de '20minutos'
OPINIÓN

El virus en mis manos

Lavar, manos, jabón
Lavado de manos.
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Lavar, manos, jabón

No me reconozco. Nada de lo que hago ahora es como antes. La pandemia nos ha cambiado la vida hasta límites que jamás llegamos a sospechar. Los del "ya lo dije" olvidan o fabulan porque ni en la peor de nuestras pesadillas aparecían imágenes tan tétricas como la que transmite un Palacio de Hielo almacenando cadáveres en su pista de patinaje. 

Nunca imaginamos al Ejército socorriendo a los internos en las residencias de ancianos ni a Ifema haciendo un nuevo alarde de logística para improvisar el mayor hospital jamás montado en España. Los enfermos atestando los centros sanitarios, las ucis al límite, y las calles vacías conforman la imagen de un país en estado de alarma por la irrupción de un virus representado en forma de bola con pinchos de colorines como en los dibujos animados.

Toda esa visión dantesca la ocasiona un agente infeccioso carente de células sobre el que la comunidad científica ni siquiera se pone de acuerdo sobre si, en realidad, es o no un organismo vivo, pero al que hemos aprendido a temer hasta el pavor. Un temor que no solo incide en nuestra existencia por la obligación de confinarnos en casa salvo para lo absolutamente imprescindible, también nos fuerza a cambiar nuestra actitud ante los demás y ante nosotros mismos.

La comunidad científica ni siquiera se pone de acuerdo sobre si, en realidad,
el virus es o no un organismo vivo

La situación exige llevar la prevención a extremos propios del paroxismo con una disciplina férrea hasta ahora no experimentada por la inmensa mayoría de los ciudadanos. Hemos aprendido a sospechar de la presencia del virus en la barandilla de cualquier escalera, en el pomo de las puertas o en los botones del ascensor. 

Si salimos a comprar distanciamos a cada transeúnte con el que nos cruzamos porque vemos a un presunto portador del virus y lo mismo sucede con aquellos clientes con quienes coincidimos en los supermercados o sus propios empleados. Y lo terrible es que así debe ser.

No es fácil acostumbrarse a comportarnos como elementos antisociales en el país más abierto y jaranero de Europa. Al principio, en efecto, el ejercicio de confinamiento pudo resultar hasta divertido, mucho pijama, mucha teleserie, mucho internet y mucho videojuego, pero pasan los días y el no poder besar, abrazar, ni tan siquiera acercarnos a la gente que más queremos, empieza a resultar asfixiante.

Pasan los días y el no poder besar, abrazar, ni tan siquiera acercarnos a la gente, empieza a resultar asfixiante

Hay momentos en que no podemos tocarnos ni a nosotros mismos. Hemos oído tantas veces que el mayor agente transmisor son las manos que a las mías ya les tengo pánico. 

Para los que sobreactuamos con las extremidades superiores, quienes las agitamos constantemente, como un instrumento de expresión complementario al lenguaje verbal, este escenario resulta infernal. Has de someter su aparente vida propia a la sujeción severa para no tocarte la frente, restregar la nariz, los ojos y, mucho menos, la boca. Los mismos picores que nos asaltan en el túnel de la resonancia magnética cuando nos imponen la máxima quietud surgen ahora en la cara ante la perspectiva de no poder rascarte. 

Lavo con tanta frecuencia mis manos y con tanto jabón o gel hidroalcohólico que, de prolongarse mucho la pandemia, temo acabar frotando los muñones. En las palmas y en los dedos siempre advierto obsesivo al virus que acecha. Y a veces, incluso lo veo aunque sea invisible.

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