Hasta los más entusiastas de la autodenominada mayoría progresista saben que lo que ocurrió la pasada semana con los primeros grandes decretos leyes presentados por el Ejecutivo de Pedro Sánchez va más allá de una negociación histérica que devino en otra ronda de concesiones improvisadas al nuevo socio de honor de la coalición, el prófugo Carles Puigdemont, con la cesión de las competencias de inmigración como regalo final.

Y no porque algunos hayan descubierto ahora que quien manda en el Gobierno es el profeta de Waterloo, sino porque lo que han empezado a asumir es que la amnistía que se le ha concedido al líder de Junts no es más que el primer plazo del pago que habrá que hacerle a cambio de permitir que Sánchez siga en el Palacio de la Moncloa.

El presidente del Gobierno es un líder pragmático dispuesto a cruzar casi todas las líneas rojas que hagan falta para mantenerse en el Gobierno, pero también es consciente de que no hay gobernante que resista una extorsión permanente como la que él mismo está sufriendo.

El quinteto de Junts, Esquerra, Bildu, PNV y lo que queda de Podemos ha diagnosticado bien la debilidad del Ejecutivo en minoría de Sánchez y sigue dispuesto a cobrarle semana a semana su apoyo. En este contexto, cada negociación se antoja una tortura aún más insoportable que la anterior para un Gobierno que sigue sin marcar la agenda.

Soy de los que piensan que Pedro Sánchez es capaz de aguantar así cuatro años y los que sean precisos, pero lo que ya no tengo tan claro es a qué precio. Estar en manos de tantos nacionalistas extremistas de derechas y de izquierdas y de los nuevos vengadores de Pablo Iglesias nos anticipa un escenario de inestabilidad elevada al cubo. Y eso no solo lo pagará Pedro Sánchez, sino también el resto de los españoles.