OPINIÓN

Anuario

Tumbas con cruces cristianas en el recinto del Cementerio de la Almudena, en Madrid, (España), en imagen de archivo
Tumbas en el recinto del Cementerio de la Almudena, en Madrid, en imagen de archivo
Jesús Hellín
Tumbas con cruces cristianas en el recinto del Cementerio de la Almudena, en Madrid, (España), en imagen de archivo

De las imágenes más entrañables que dejó tras de sí el escritor Terry Pratchett fue la de la muerte, una representación clásica del esqueleto segador, ojos llameantes, sus frases en mayúsculas y una réplica diminuta, la Muerte de las ratas, a su vera. La muerte vuelve a renovarse en iconografía con cada gran catástrofe humana, que la moldea a su gusto: en el siglo XIII con una guadaña como guiño a la tecnología de la época, con las Vanitas en el Barroco y el arte de Grosz, Dix y Beckmann tras la Primera Guerra Mundial. Pero en esta ocasión no.

Tras la covid nada ha ocurrido, ni siquiera en el cine, que podría, perfectamente y con toda eficacia, abrir una reflexión acerca de cómo abordamos nuestro fin en este momento. Ni las series ni el hoy más accesible arte de la fotografía han generado nada nuevo; un silencio sobre el impacto real de la pandemia o el duelo más allá de ella.

Parecemos sentirnos más cómodos con otro tipo de muertes, las atroces del frente de Ucrania, la masacre de Gaza, aquellas para las que existe un código ya instaurado, incluso una estética y un relato a los que nos encontramos previamente vinculados. La muerte es menos horrible si les toca a otros y esos otros están lejos.

Mientras tanto, estos días han fallecido Thais Hernández, cantaora muy joven y muy brillante, y Patricia Ferreira, la directora de cine de El alquimista impaciente. Aún incrédulos por la muerte de Itziar Castro, el mundo artístico sufre las mismas pérdidas que otros, pero se notan más, se lloran por más gente.

Y aún así, con ella a diario, no somos capaces de mentarla, no dotamos de palabras, imágenes o música, como sería nuestra obligación, a quienes necesitan llorar y carecen de fórmula para ello; no estamos cumpliendo con ese deber que todo artista contrae: que lo que hacemos sea más poderoso que nuestra propia muerte.

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