OPINIÓN

Más democracia

Pedro Sánchez, tras ser investido por mayoría absoluta en el Congreso.
Pedro Sánchez, tras ser investido por mayoría absoluta en el Congreso.
AP / LAPRESSE
Pedro Sánchez, tras ser investido por mayoría absoluta en el Congreso.

Sobre el pacto de Gobierno de Pedro Sánchez con Junts hay un argumento que utilizan los socialistas convencidos –no tantos, me parece a mí—, pero solo en privado, en susurros y lejos de la plaza pública. Amén del consabido freno a la extrema derecha, el argumento es que en realidad no se llevará a cabo todo lo pactado, solo una parte nimia, intrascendente... Hay que hacer política, defienden, y no enfrentarse directamente a los independentistas; no proporcionarles un enemigo que los movilice y fortalezca, como hizo el PP o hace VOX, sino darles cancha, jugar a su juego, serenarlos sin que lo noten. Hacer política, en este contexto, implica engañar sutilmente, demorar los acuerdos, sentar en las mesas de diálogo a un número tan amplio de asesores y expertos y mediadores que las negociaciones se prolonguen hasta el fin de la legislatura.

Vamos a apaciguar a Puigdemont gracias a nuestra experiencia, susurran; se creerá que tiene lo que no tiene, porque su flequillo de fanático no le dejará ver el horizonte único de una concordia necesaria y mucho más barata de lo que se dice, en la que perderá incluso votantes. Somos superlistos, aunque la derecha no nos ayude nada.

El problema, claro, es que en los medios de comunicación no se puede hablar abiertamente de embaucar a Puigdemont porque tiene oídos; hay que decir "pasar página", president, exilio y hasta lawfare, con la esperanza de que el votante socialista esté en el secreto, es decir, reconozca el mensaje subrepticio y entienda.

Lo menos que podríamos exigir o pedir a nuestros parlamentarios es que representen los intereses reales de sus votantes y no solo los de su partido o su secretario general

Cuando mis amigos socialistas me cuentan esto sospecho que pretenden engatusarme como a Puigdemont, pero sin condonarme siquiera las cañas, o que se autoengañan. Porque difícilmente se llegará al final de la legislatura si el prófugo no regresa a España con baño de multitudes y esteladas, y dando guerra de nuevo; difícilmente, si no se ve libre de las deudas contraídas por su malversadora administración. Quienes durante la investidura de Sánchez tuvimos la cautela de escuchar entero el discurso de la implacable Miriam Nogueras —en versión original; para evitar el boicot de la extraña traducción simultánea— percibimos dos cosas: primero, un verbo tan afilado como derechista —muy extremo— y, segundo, una desconfianza enorme y despectiva hacia Pedro Sánchez (aunque el fotogénico presidente ni se inmutó).

Durante la guerra de Irak las encuestas señalaban que una mayoría abrumadora de la población española —de todos los partidos— estaba en contra de cualquier complicidad con las acciones bélicas de Estados Unidos, más del 90 por ciento. En el Reino Unido se veía con mejores ojos: la mitad de su ciudadanía sí apoyaba la participación de su Gobierno en la contienda. Sin embargo, a la hora de la verdad, muchos diputados laboralistas se rebelaron contra la opinión de su primer ministro en la Cámara de los Comunes —el portavoz, Robin Cook, incluso dimitió—, mientras que en España ni un solo parlamentario popular se atrevió a contravenir en el Congreso la voluntad de José María Aznar; ni uno solo representó fielmente el sentir de la mayoría de sus votantes.

¿Por qué? Por lo mismo que ningún diputado socialista de Orense, de Albacete o de Zamora —por poner tres provincias en las que la condonación de 15 000 millones de deuda catalana es completamente inconveniente— ha rechazado el pacto de Sánchez con la derecha nacionalista periférica: las listas electorales cerradas, en cuya virtud quien se mueve no sale en la foto.

A falta de luz y taquígrafos en los lugares donde realmente se toman las decisiones políticas trascendentales —hoy día, Waterloo—, lo menos que podríamos exigir o pedir a nuestros parlamentarios es que representen los intereses reales de sus votantes y no solo los de su partido o su secretario general. Para esto, hay que darles herramientas que los hagan más independientes. Se me ocurre lo obvio: listas abiertas en las que el ciudadano decida quién sí y quién no, al margen del partido. Esta demanda puede parecer una utopía o, tal vez, un sarcasmo con el actual panorama político. Pero yo no pierdo la esperanza de que, cuando pase la tormenta presente y las futuras, logremos perfeccionar nuestra democracia. 

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