Mariano Gistaín Periodista y escritor
OPINIÓN

Soy una app

Una joven paseando con su perro por la periferia de una gran ciudad al atardecer.
Una joven paseando con su perro por la periferia de una gran ciudad al atardecer.
EFE/Archivo
Una joven paseando con su perro por la periferia de una gran ciudad al atardecer.

Este texto, como usted y como yo, está encriptado de extremo a extremo, aunque eso no quiere decir nada especial: todo lo que está ocurriendo entra en la normalidad de la supervivencia. Ya ocho mil millones echando calor, metano y humo de todas clases es un desafío inédito.

Calor e ideas, conceptos (el Estado), ensoñaciones compartidas que se hacen todopoderosas, efímeras modas que duran siglos, geologías intestinales que fundan y derriban imperios. Quizá el artilugio más expresivo sea un portaviones. Estoy encriptado de extremo a extremo porque no entiendo el principio, el recorrido, el final.

Como mucho, y no es poco, soy una app. O quizá una app de apps. Soy los demás. La vida social circula por otros medios, pero el cerebro es más o menos el mismo. Una agrupación de bacterias, un hospedaje simbiótico, una asociación que tiene –mientras dura–, continuidad. Luego, no se sabe nada, lo que es intolerable para la especie. La continuidad es clave, la homeostasis, lo que funciona bien, o casi bien. La vida es social, la vida es los demás, el número de Dundar ampliado, en expansión. La vida es los demás y yo en el centro (es lo que significa “yo”: todo lo que pasa me pasa a mí, que escribió Borges).

La continuidad es clave, la homeostasis, lo que funciona bien, o casi bien

Los demás en sus centros y yo en sus periferias, grafos rusientes o apagados, acaso somos transistores, semiconductores de sí o no. O, si somos cuánticos: sí, no y si y no. El entrelazamiento llega a lo social. Neuronas fuera del cuerpo, envuelto en pieles permeables, porosas, que dejan pasar sustancias y, especialmente, sensaciones, sentimientos (cultura), plásticos y emociones, que ahora viajan a lomos de emoticonos, simbolitos mínimos. El mundo, quizá en proporción inversa por ser tantos, se ha comprimido: el sonido ya lo hizo, la imagen, ambos; la palabra abreviada, el párrafo, la ecuación.

Lo simple es complejo: para que la superficie pueda ser simple, asequible, usable, alguien ha tenido que currar mucho; lo sencillo fue complicado antes y lo es por dentro. Al menos en los objetos, electrodomésticos, dispositivos, textos. Lo softwárico es universal, a fuerza de picar y leer código llegamos poco a poco al código de cosas o fenómenos que parecían impenetrables, el código de esta piedra, de este libro.

Las apps que nos llevan son el medio, el mensaje (emoticono). La vida simple, comprimida, reducible a sus letras y números elementales, y todos los ingredientes que no caben, que no encuentran expresión (print) en el mundo (esta pantalla), se enquistan, se rebelan, se revuelven en sus malestares o ¿qué hacen? ¿Qué hacen los sentimientos (cultura) antiquísimos, primitivos, el denso cableado de millones de años (jubilado, sin función), qué pueden hacer.

Nos vamos simplificando, eliminando residuos inútiles, palabras que no se entienden, que no se usan

Nada, esos componentes se quedan en nada por falta de uso. Nos adaptamos, como siempre. Nos vamos simplificando, eliminando residuos inútiles, palabras que no se entienden, que no se usan, que han perdido o están perdiendo su significado. La etimología, qué fue de ella. Por eso unos millones de personas adoramos los libros que recuerdan y añoran ese mundo que se ha ido yendo, que se disuelve entre el barullo de apps. Las apps son los demás, mis demás. Para vivir miles de años hay que eliminar lo superfluo, comprimir mucho más.

Las bacterias que soy se entienden –se encienden– con las apps, sincronizan sus relojitos y de esa danza surge una proteína que no pudo predecir Deep Mind porque ya incluye el mundo tal como es, con Deep Mind y esta frase.

Los insectos en extinción pican con más saña porque saben –cada cual sabe su hora– que les queda poco tiempo. Quizá eliminaron demasiados elementos superfluos. Por unas centurias cada cual creyó que podría ser un ente individual, al margen de su circunstancia: la frase de Ortega declara una utopía (o distopía, quizá son sinónimos), establece una prelación que los hechos nunca han confirmado.

Soy un enjambre de apps; soy los demás, nuestro medio son los emoticonos; el mundo está encriptado de extremo a extremo y nuestros sueños son transparentes.

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