OPINIÓN

El voto de las hormigas

Imagen de archivo de hormigas.
Imagen de archivo de hormigas.
Pixabay
Imagen de archivo de hormigas.

Entonces mi hijo pequeño entró en el salón y me hizo una pregunta existencial cuya onda expansiva llega hasta este humilde artículo: "Papá, ¿las hormigas sufren enfermedades?".

"Sí", dije yo, por decir algo. "Pues yo no las veo toser", repuso él. "Yo las he oído estornudar", repliqué frívolamente. Mala idea hacerlo. Días más tarde nos telefoneó la tutora para contarnos, alarmada, que el niño había llevado al colegio un blíster de paracetamol para desmenuzar los comprimidos y repartir la medicina entre los hormigueros del patio de recreo. Debieron de morir todos los insectos, pobres, y la tragedia pudo haber alcanzado a algún niño. Desde entonces, los medicamentos de mi casa están en una alacena a cuyo contenido solo se accede mediante escalera o silla y, por eso, el otro día me caí al ir a por la melatonina. Si el aleteo de una mariposa en Filipinas puede causar un terremoto en el Perú, una pregunta infantil me ha producido, cinco años después, un esguince de muñeca.

Recuerdo que uno de los placeres extraños que me provocó en su día el confinamiento fue sentirme como una hormiga. Miraba por la ventana y me decía con estupor: “Aquí, encerrado, cumpliendo con lo debido, haciendo lo correcto: soy una hormiga” Esta constatación no impedía una complacencia en la idea de la humanidad en sintonía, bajo un destino compartido: los vecinos, los amigos, los primos, los cuñados estaban en el mismo sitio que tú, confinados. Aquello era lo más cerca que hemos estado nunca de Corea del Norte y, horror, tenía su lado positivo: como si en la ausencia de libertad radicara el placer de no tener que elegir, un placer insólito, sorprendente, animal.

Pero pronto me rebelé contra el feliz confinamiento: todas las tardes salía de casa con una botella de aceite usado —mi coartada— para darme un paseo hasta el contenedor, que estaba a dos cuadras, y ver el cielo, las calles, escuchar el sonido de las sirenas, ocultarme de la policía. Un día, un tipo gritó desde su ventana: "¡Ya está bien de tanto paseíto!". Y regresé corriendo a mi hormiguero. El problema de las utopías siempre son los chivatos.

Las elecciones, sin embargo, conjugan perfectamente la exaltación colectivista con la idea de libertad individual. Por eso no se ha inventado nada mejor. Ni siquiera la rueda o el paracetamol. Es emocionante entrar en el colegio electoral y ver que todos estamos ahí dentro, participando en lo mismo, con orden, con civismo, pero luego cada cual vota lo que le pide el cuerpo. Es una fiesta, sí, y su clave radica en el secreto. ¿Qué oculta cada sobre? ¿Un voto de esperanza o de protesta? ¿Un voto de amor o un voto de miedo? Si supieras lo que ha metido en el sobre el que tienes delante quizás no le habrías sonreído: a lo mejor ha escrito un exabrupto para ciscarse en el sistema.

Tengo un amigo científico, muy versado en física, que niega el libre albedrío. Dice que los hombres y las mujeres estamos condenados a seguir un guion predeterminado, que nos mueven las circunstancias y no podemos salirnos de su cauce. Si así fuera, no seríamos más que hormigas diseñadas para un fin que desconocemos. Pero el día electoral sentimos más que nunca que somos hacedores de nuestro propio destino. ¿Es una ilusión o una realidad? Quizás nunca lo sepamos, pero mientras perdure la duda, disfrutemos de la impresión de libertad el día señalado. Votemos, pues, como si nada estuviera escrito, como si todo dependiera de nuestra voluntad. Al fin y al cabo, mi amigo siempre acude a votar: por algo será.

Es emocionante entrar en el colegio electoral y ver que todos estamos ahí dentro, participando en lo mismo, con orden, con civismo, pero luego cada cual vota lo que le pide el cuerpo
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