Miguel Ángel Aguilar Cronista parlamentario
OPINIÓN

Prohibido leer y aplaudir

Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo, esta tarde, en el Senado.
Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo, en el Senado.
EFE/ Fernando Alvarado
Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo, esta tarde, en el Senado.

Mañanita de niebla, tarde de paseo. Lo que traducido al momento político actual viene a ser mañanita de anuncios, tarde de comparecencia en el Senado. Pero hay dudas crecientes sobre si estos cara a cara en el pleno de la Cámara Alta entre el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, llegarán a celebrarse alguna vez con respeto al reglamento, en cuyo capítulo sexto Del uso de la palabra (Título tercero) se incluye el ignorado artículo 84, el cual, en su apartado 1, textualmente, preceptúa que "los discursos se pronunciarán sin interrupción, se dirigirán únicamente a la Cámara y no podrán, en ningún caso, ser leídos, aunque sea admisible la utilización de notas auxiliares". Enseguida, el apartado 3 del mismo artículo hace una salvedad y señala que "quien esté en el uso de la palabra solo podrá ser interrumpido para ser llamado al orden o a la cuestión por el presidente".

Momento de averiguar, consultando el artículo 101, que los senadores serán llamados al orden por el presidente cuando profirieren palabras ofensivas al decoro de la Cámara o de cualquier otra entidad o persona o cuando, de cualquier forma, faltaren a lo establecido para los debates. A continuación, el artículo 103 indica que "los senadores serán llamados a la cuestión siempre que notoriamente estuvieren fuera de ella, ya por digresiones extrañas al punto de que se trate, ya por volver nuevamente sobre lo que estuviere discutido y aprobado". En breve, que solo el presidente del Senado tiene la facultad reglamentaria de interrumpir al orador haciéndole un llamamiento al orden o a la cuestión.

Reconozcamos, llegados aquí, que proferir palabras ofensivas al decoro ha sido un deporte muy competido, también en el Congreso de los Diputados, donde Pablo Manuel Iglesias, en el pleno del 22 de marzo de 2017, replicaba al presidente Mariano Rajoy diciendo: "Me la trae floja, me la suda, me la trae al fresco, me la pela, me la refanfinfla e, incluso, me la bufa". Sin que quedara constancia alguna de que faltara al decoro ni de que en consecuencia fuera llamado al orden.

En cuanto al llamamiento a la cuestión, es un recurso que los presidentes de una y otra Cámara se abstienen de emplear, salvo en rarísimas ocasiones, cuando podrían ganar los debates si evitaran que los intervinientes se fueran por los cerros de Úbeda. De vuelta al artículo 84.1, subrayemos el precepto de que los discursos "se dirigirán únicamente a la Cámara", que se incumple cada vez que los oradores apelan a quienes fuera del hemiciclo estén siguiendo los debates. Más flagrante aún es cómo transgreden subidos a la tribuna de oradores la prohibición de que los discursos, en ningún caso, puedan ser leídos.

¿Imaginan los lectores cómo cambiarían las sesiones parlamentarias si se respetara ese precepto terminante? ¿Qué quedaría de esa catarata de datos numéricos leídos con aceleración para desconcierto de senadores o diputados? ¿No se han preguntado, alguna vez, sobre el diálogo de sordos que escenifican quienes traen escritas de casa las respuestas a unas intervenciones que aún no conocen porque aún no han sido pronunciadas?

Un presidente que en verdad ejerciera sus facultades debería aguardar a que el orador ocupara la tribuna y, en ese momento, requerirle la entrega de los folios con los que viene pertrechado, garantizarle que serán fotocopiados para su distribución a sus señorías y preguntarle si tiene algo más que añadir para que proceda o, en caso contrario, abandone de modo que siga el turno de intervenciones. Y el gozo sería máximo si quedaran prohibidos los aplausos. Primero, porque en cumplimiento de que 'por sus aplausos los conoceréis' sucede que siempre lo más aplaudido son las mayores vilezas; y segundo, porque los aplausos han degenerado hasta convertirse en una mera pugna de cada bancada por superar en duración e intensidad -medidas en minutos y decibelios- a los de los adversarios y confortar así al propio líder. Continuará.

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