La nueva Ley de Ciencia, que finalizó parte de su largo y tortuoso proceso la semana pasada, continúa avanzando, enmienda a enmienda, comisión a comisión. Regresará al Congreso el próximo jueves, con un rosario de cambios que recuerdan que la investigación resulta cada vez más esencial.
La nueva ley presta atención no solo a las siempre necesitadas medicina y biología. Quizás para cuando acaben sus carreras, los alumnos con las más brillantes notas de EBAU, que según algunos van a cometer la improductiva imprudencia de estudiar Clásicas o Magisterio, puedan acallar muchas bocas y dedicarse a la investigación en sus diversos campos, puede que entrecrucen sus conocimientos con otras disciplinas que ni siquiera sospechemos, puede que se vean amparados y respetados.
La ciencia, como las Humanidades, no se limita a escudriñar en el futuro, a anticiparnos el mañana. Descifra también el pasado, lo fija en moldes o modelos, estudia la lengua y el pensamiento, entiende ahora lo que era desconocido hace tan solo una década. Que una ley garantice contratos indefinidos a investigadores y técnicos puede parecer que ofrece el chocolate del loro: en realidad, ofrece jaula, alpiste, cobijo y pista de vuelo.
La nueva ley avanza un paso en ello, nos aleja del voluntariado
Los museos, los laboratorios, los centros comerciales, los coches, los archivos, los supermercados, las bibliotecas y colegios necesitan de constante innovación, de gente profesional que trabaje sin una espada de Damocles, con la dignidad que debería otorgar la excelencia. La nueva ley avanza un paso en ello, nos aleja del voluntariado y de las inversiones a corto plazo, del ladrillo y el turismo: aunque también estos, qué paradoja, necesiten, cada vez más, de investigadores.
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