
El problema de Estados Unidos no son las armas, sino el odio. Lo dijo hace seis años un carismático reverendo baptista de Dallas, tras una matanza. Con los cadáveres de 17 niños y dos profesoras todavía palpitantes, el gobernador de Texas, Greg Abbott, aportó a finales de mayo un punto de vista más audaz: el cogollo del problema no son las armas, sino las perturbaciones mentales. Y estos días, con once tiroteos y 16 muertos en los titulares del New York Times y del Washington Post, algunos representantes de la Asociación Nacional del Rifle hacen pedagogía con su metáfora favorita: atropellan los conductores, no los coches.
La bomba atómica está libre de culpa, pobre, su alma es blanca como la de un bebé. El machete no quiso cortar el cuello de tal paisano, su filo es crudivegano. Desdichado puñal, qué injusta fama carga consigo (reparemos la afrenta en change.org). La ametralladora prefería estarse quieta, pero un orate apretó el gatillo y el arma tembló de puro miedo.
Sin el odio ni la locura, tan humanos, el mundo sería un vergel de armas pacifistas. Bailarían juntas los días pares; cantarían a coro los impares: el bazuca, el cañón, la ametralladora, el revólver, la escopeta, ¡el ardiente lanzallamas! ¡Qué hermosa conjunción de movimiento!
Es probable que un pirado lleno de odio esté comprando ahora su arma en EE UU para convertirse en un asesino del futuro
La resistencia a la sensatez de los norteamericanos en este asunto trágico de las armas nos interpela también a los europeos. Si ellos están ciegos aquí, puede que nosotros también lo estemos en otros campos y lo ignoremos. Da miedo pensarlo.
Y, mientras tanto, es probable que un pirado o un tipo lleno de odio esté comprando ahora mismo su arma en Estados Unidos para convertirse en un asesino del futuro.
“Su cambio”. “Gracias”.
Tan sencillo como eso.
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