Borja Terán Periodista
OPINIÓN

Las brechas generacionales de la tele delatadas por los nuevos magacines de tarde

La televisión tira como reclamo de debates que no están en la sociedad.
Mario Vaquerizo, uno de los reclamos reconocibles para la primera tertulia de TardeAR
Mario Vaquerizo, uno de los reclamos reconocibles para la primera tertulia de TardeAR
Mediaset
Mario Vaquerizo, uno de los reclamos reconocibles para la primera tertulia de TardeAR

Existe un insólito resurgir de los magacines de tarde. Todos quieren encontrar su público y, a la vez, neutralizar a sus rivales. Resultado: todos hacen lo mismo y no logran ser diferentes, en un tiempo televisivo en el que la revista televisiva o tiene una autoría clara, en estética, personajes y comunicador estelar. O sólo remite a un retorno al pasado. En concreto, a los años 2000 y pico. Ahí empezaron a curtirse algunas de las personas que marcan la entonación de los magacines de hoy, una década que no fue la más creativa de la televisión y donde el sensacionalismo más oscuro campó a sus anchas. Las tácticas de entonces, reproducidas ahora, evidencian brechas generacionales que denotan la flojera de interés de este tipo de espacios. Ninguno de tarde ha destacado sobremanera, a pesar de ser grandes apuestas de las cadenas.  Incluso ya hay una baja, 'La Plaza', que sólo ha durado ocho días en emisión en La 1. No consiguió retener al público fiel al serial 'La Promesa'.  ¿Cuáles son las principales problemas de los nuevos magacines que no lo parecen?

La brecha generacional del cotilleo. El magacín ha revalorizado el contertulio del corazón. No hace falta tener un carisma excepcional, simplemente basta con estar en el meollo de la información rosa. Así han vuelto los sofacitos en los que se juzga desde púlpitos decorosos las emociones de las personas. La diferencia con Sálvame es que los personajes del programa se terminaron convirtiendo en los protagonistas de su propio culebrón, sabían de lo que hablaban porque lo vivían en apasionada primera persona. En cambio, estos magacines vuelven a los dimes y diretes desde la dignidad del juicio de valor de antaño que insistía a los demás qué está bien y qué está regular. Aunque no tengas ni idea de las circunstancias de la vida sobre la que se opina.

El contratiempo está en que la audiencia de 2023 no compra determinada moralina retro. Cuando una mujer y un hombre coquetean una noche, el público ya sabe que esta anécdota no tiene que significar matrimonio a la vista. La mente social es mucho más abierta y, a estas alturas, estos formatos no pueden agarrarse a los prejuicios de las revistas de antaño. Al contrario, lo atractivo sería desmontar los clichés rosas clásicos para conectar con unos espectadores que ya empiezan a comprender que no hay que decir a nadie cómo debe vestir, cómo debe sentir a través de una prensa en la que, por cierto, a la mujer se le sigue diciendo que no encuentra la estabilidad emocional si está soltera y al hombre se le aplaude como galán si envejece solo. Se sigue sentando cátedra según el sexo, expulsando a una audiencia ojiplática.

La brecha generacional de los debates "blancos". Como hay que rellenar muchas horas de programa y no siempre hay contenidos de actualidad con tirón, además de los cuchicheos de unos personajes del corazón cada vez más menguados por la democratización de la fama en las segmentadas redes sociales, se acude al reclamo de debates ligeros sobre la sociedad. Pero no están funcionando. Porque, de nuevo, se repiten temas que evidencian cierta desconexión con una sensibilidad social que ha avanzado y ya no está en aquella tertulia de prime time llamada Moros y Cristianos.  "¿Funcionan las parejas de ideología diferente?", "¿Nos da pudor ligar en las redes sociales?", "¿Son más infieles los hombres o las mujeres".  Debates en los que en realidad no hay debate. Debates que no están en la ciudadanía, esa es la clave. Mejor tirar de perchas noticiosas de actualidad práctica que sirvan para inspirar que de clichés que sólo evidencian lejanía con la ciudadanía, espantando a todos los nuevos públicos posibles. 

La brecha generacional de los sucesos. Si se ha intentado recuperar como reclamo el glamour de un corazón de clasista pedigrí que ya no existe en tiempos de redes, que por lo general preferimos aspirar a vidas al alcance que a famas heredadas, también los magacines vespertinos han acudido a la crónica de sucesos. Mientras meriendas, el plató se oscurece y se empieza a especular sobre trágicas realidades. Pero la audiencia de hoy ya está habituada a las recreaciones de los 'true-crime' que, en nuestro país, ha modernizado Crims, de Carles Porta, en TV3. Divagar en una mesa y quedarse en los lugares comunes del pavor funcionaba en vidas televisivas anteriores, hoy la audiencia premia que le desarrollen la historia con una narración visual que intente responder preguntas concretas con un relato más documental. El secreto esta en la historia. De nuevo, el quid de la cuestion: no todo es debatible. 

Pero no es tarea fácil llenar de contenido tantas horas de televisión. Lo normal es acudir a la noticia del suceso y el cotilleo con pluralidad de miradas. Pero las cadenas replican los mismos hábitos ante unas audiencias insaciables e impacientes. Error, pues para destacar se debería intentar crear un ambiente propio en cada programa, en estética y en protagonistas. Alfonso Arús lo ha hecho con su personalidad propia en la mañana de La Sexta. Tiene muy claro lo que es y lo que no. Sin embargo, todos los platós de magacines son similares con sus pantallas versátiles y suelos brillantes. Incluso los contertulios se van repitiendo, un día los ves en La 1 y al otro en Antena 3. Porque se va eligiendo todo el rato entre aquello que en la televisión piensan que el espectador reconoce.

Se buscan caras conocidas por el público y, al final, se termina yendo a una burbuja de mercenarios de la opinión, que se pueden ver en uno u otro canal con sus propios vicios de opinólogo: frases hechas, polémicas infladas y tópicos repetitivos. Lo importante es que te vuelvan a llamar, más que el aporte de lo que se cuenta. Como consecuencia, son intercambiales y hasta olvidables. Son llamados por cuota de perfiles a cumplir, más que por otra cosa. Pero de nada sirve que hayas salido mucho por la tele si no tienes discurso curtido y auténtico sobre aquello que vas a hablar. Entonces, el programa pende de un hilo y se ven rápido las costuras: se opta por la superficie, pero el recorrido de un magacín no se completa con habladurías, sólo con personas que están en la sociedad y tienen masticadas las empatías de aquello de lo que hablan. Hasta cuando no conocen el tema, se nota su bagaje: porque tienen mirada crítica sustentada en una profesión diaria que obliga a estar conectado a la cotidianidad. 

Lo vital es que sean gente engrasada y complementaria entre sí que conocen el tono de su presentador y, a la vez, cuentan con recursos de los que tirar sin apabullar. Bibiana Fernández es un buen ejemplo de prescriptora con vida, obra y aporte, actriz con bagaje que se puede complementar con periodistas, escritores o filósofos. Contar cosas interesantes también se puede hacer divertido. Pero no es nada sencillo encontrar a nuevos referentes, más difícil todavía jóvenes. Hace falta tiempo y atrevimiento. Mejor asegurarse los mismos nombres propios reconocibles o influencers con muchos seguidores a golpe de filtro. Pero la popularidad al peso por sí sola simplemente vale para el aplauso de un día, al mes es repetitiva. Porque se lanza a la conversación de bar. Y para eso ya están los bares. No es culpa de los personajes elegidos, es normal: vienen sin una argumentación singular propia. En gran parte de los casos, hasta les han hecho creer que con su presencia es suficiente.  

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