Borja Terán Periodista
OPINIÓN

Bette Davis, el glamour no es igual fotografiado que grabado

Aquel cine donde cuidar la ensoñación sobre la estrella era incluso más importante que el trabajo interpretativo.
Bette Davis
Bette Davis
20m
Bette Davis

No permitió fotógrafos en su última rueda de prensa. Bette Davis no quería imágenes fijas mientras contestaba a los periodistas acreditados en el Festival de San Sebastián de 1989. En cambio, sí permitió ser grabada en vídeo por las cámaras de la televisión, ante las preguntas de profesionales que iban de Jaume Figueras a Jesús Mariñas.

Para remediar tal aparente veto, la actriz permitió a los gráficos una sesión de fotos propia, en uno de los sillones del portentoso Hotel María Cristina. Era la primera mujer en recibir el Premio Donostia. Su tiempo se estaba agotando, lo sabía, pero no permitió que el glamour del viejo Hollywood se rompiera en el final. Se tomó el homenaje donostiarra como un trabajo más de aquel cine que la convirtió en mito. Aquel cine donde cuidar la ensoñación sobre la estrella era incluso más importante que el trabajo interpretativo.

Y, para lograrlo, era clave que no se hicieran fotos en la rueda de prensa. Las épocas cambian, pero Bette Davis había aprendido que la imagen de la cámara de vídeo, como la de cine, capta el recorrido de los gestos, capta la autenticidad de la persona. En cambio, una foto fija cazada en plena charla puede transformar la expresividad en una mueca fuera de contexto. Y Bette no quería ser mueca, quería ser eterna.

Para solucionar el problema, se creó un bodegón ideal para los fotógrafos en una de esas salas sobrecargadas de lujo y cosas del hotel más caro de San Sebastián. Ella, posó en un sillón decimonónico. Con su cigarro ambientando el lugar con un humo que, entonces, olía a seducción.

Bette Davis en el hotel María Cristina
Bette Davis en el hotel María Cristina
Festival de San Sebastián

La seducción de un Hollywood que se consumía como aquel pitillo de una Bette Davis que no iba a permitir que su última foto fuera con la boca abierta en una mesa de micrófonos, botellas de agua y papeles desordenados. Ni siquiera sonriendo delante de un photocall, de esos que tienen muchas letras publicitarias impresas.

En esta sesión de fotos para la posteridad, Davis interpretó el papel de artista única desde un decorado que representaba el glamour hacia la perpetuidad. Débil, pero erguida. Enferma, pero segura de sí misma. Casi cuatro décadas después, aquellas imágenes siguen colgando de las paredes de la memoria de una ciudad y su hotel. También de la nostalgia sobre un cine que jamás volverá.

Ahora todos llevamos en el bolsillo una cámara lista para fotografiar y grabar. Todos podemos congelar una imagen de un vídeo y dejar a quien queramos con la boca abierta. Todos nos vemos más las costuras, todos podemos incluso sentirnos estrellas desde nuestras redes sociales a la caza del like.

Bette Davis pudo cerrar la boca. Y posar. A solas con su cigarro, con su ímpetu. Fallecía pocos días después, en el hospital Americano de Neuilly, en París. A su lado, se empezaba a esfumar un cine en el que a sus protagonistas no les bastaba con actuar en las películas: debían demostrar en su propia vida aquel cósmico glamour que les hicieron creer ser.  Hasta la última calada.

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