Borja Terán Periodista
OPINIÓN

La emoción de volver a ver 'Farmacia de Guardia' por Navidad

Sus guiones quieren entender hasta a los personajes que no comprenden. Así la serie logra una nítida representación de las contradicciones humanas que todos ejercemos.
Antonio Mercero con el elenco protagonista de 'Farmacia de Guardia' (1991-1995)
Antonio Mercero con el elenco protagonista de 'Farmacia de Guardia' (1991-1995)
Antena 3
Antonio Mercero con el elenco protagonista de 'Farmacia de Guardia' (1991-1995)

La Navidad que se refleja en la televisión de hoy va ganando en tópicos superficiales, va perdiendo en profundidades. Una sensación que se me ha subrayado en la cabeza al revisitar este fin de semana algunos de aquellos capítulos especiales con los que Farmacia de Guardia celebraba la Nochebuena y la Nochevieja. Al revivirlos, los ojos se sonríen y se mojan en lágrimas a la vez. Puede aparentar que me asaltan brotes de nostalgia de cuando sólo era un niño pegando el estirón, pero asistir con la mirada adulta a la serie de Mercero es entendernos mejor como sociedad.

Porque cada diálogo de Farmacia de Guardia logra captar la esencia de esta España nuestra. Sus tramas abrazan esa cotidianidad que siempre es universal, ya en 1992 habla de desahucios, de soledad, de prejuicios. Y la ficción lo hace sin necesidad de discursos. La habilidad está en plasmar las contradicciones de cada uno de nosotros a través de la vida corriente que pisa una botica. La relación entre la farmacéutica Lourdes Cano y todo el barrio es el alma, recordando que la vida la hacen aquellos que algunos llaman personajes "secundarios". En Farmacia de Guardia, son el verdadero centro. De Doña Paquita y su gato al sargento que nunca acierta a abrir bien la puerta. "Para dentro, Romerales".

El juego de Mercero es que el espectador sólo puede ver qué ocurre en un decorado reducido, adaptando con astucia el estilo de las sitcoms norteamericanas a las vicisitudes nacionales. Todo siempre sucede en el mismo lugar: la propia Farmacia, su rebotica y la castiza calle de enfrente. La audiencia puede imaginar a su gusto la vida de los personajes fuera de ese hábitat tan reconocible, inspirado en una farmacia real de la madrileña Calle Alcalá casi a la altura de Manuel Becerra. Allí sigue, despertando los recuerdos televisivos de peatones que pasan por su pintoresca fachada. Hasta las letras de neón son calcadas.

¿Qué especiales televisivos producidos y emitidos en estas Navidades se podrán revisionar y seguirán vigentes dentro de 30 años? Como mucho alguna actuación musical. Pero todos los programas envejecerán bastante peor. Excepto los ingeniosos rótulos de Cachitos de hierro y cromo, parece que nos vamos olvidando de que la mejor fiesta de entretenimiento es aquella que tiene cierto trasfondo de conciencia crítica. Farmacia de Guardia (Antena 3, 1991-1995) pasa todos los filtros del paso de los años, con la consiguiente evolución de sensibilidades, porque sus guiones quieren entender hasta a los personajes que no comprenden. Así la serie logra una nítida representación de las contradicciones humanas que todos ejercemos: con juicios de valor que nos delatan a nosotros mismos, con avaricias que hablan de nuestros complejos, con  ignorancias sociales y las vulnerabilidades que esconden y provocan.

Al frente, una mujer que sustenta todo, Lourdes Cano, atada a un ex que no suelta el vínculo, Adolfo Segura. La serie lo pinta como el prototipo de gandul, aunque también dibuja a hombres infantilizados, en el mal sentido de la palabra, fruto de su posición de poder en una sociedad machista en donde a ellos se les ríe la desubicación y la matriarca está educada para siempre estar lista para acogerlos, cuidarlos, centrarlos, soportarlos. O será mala mujer. Radiografía precisa de un país.

Como en Verano Azul, como en La Cabina, como tanto de su obra, Antonio Mercero termina convirtiendo Farmacia de Guardia en documentación emocional de la vida que hacemos entre todos. Así que sus especiales navideños tampoco se quedan sólo en la alegría del confeti. Alegórica lluvia de papelitos de colores que alaban, se barren y se tiran. Las historias que calan son las que van al fondo, incluso atreviéndose a asimilar que la tristeza y la felicidad no son antagónicas, conviven intrínsecamente unidas.

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