Borja Terán Periodista
OPINIÓN

50 años de 'La Cabina' de Antonio Mercero: el ingenio detrás de una obra maestra


  • Un retrato vigente de la soledad entre la multitud. Desde la sencillez, Mercero lograba una brillante coreografía de matices que siguen definiendo la sociedad. Aunque ya no sea aquella sociedad del 13 de diciembre de 1972.
José Luis López Vázquez en 'La Cabina'
José Luis López Vázquez en 'La Cabina'
RTVE
José Luis López Vázquez en 'La Cabina'

La última cabina de Madrid está en la plaza del Conde del Valle de Súchil. La ubicación no es casual, a sólo unos metros se grabó la parte principal del telefilme que cambió para siempre la manera en la que la sociedad española se relacionaba con aquel cubículo que resguardaba un teléfono a monedas, cuando ni siquiera se imaginaban los smartphones.

Hoy, 13 de diciembre, se cumplen 50 años de que Televisión Española estrenara la historia que nos enfrentó a un nuevo terror cotidiano: quedarnos encerrados en la cabina cuando íbamos a llamar a casa para decir que todo iba bien. La gente ponía el pie en la puerta, para que no se cerrara del todo. Fueron los maestros de la ficción Horacio Valcárcel, José Luis Garci y Antonio Mercero a quienes se les ocurrió un gag humorístico con un hombre que se metía en una cabina y no podía salir. La idea se quedó ahí, sin más, pero Mercero se obsesionó con la imagen de ese señor atrapado junto a un inofensivo teléfono y una mañana, caminando por la Calle Alcalá, visualizó el desenlace de la historia. Así que llamó a Garci y se encerraron para escribir la trama que aterrorizaría al país con el miedo que da más susto, el que juega con aquello que nos encontramos y usamos habitualmente. En veinte días tuvieron el guion. Y TVE dio luz verde a ‘La cabina’, que se alzó con numerosos premios, entre ellos el Óscar de la televisión, el primer premio Emmy de España y el único hasta el de ‘La casa de papel’.

 José Luis López Vázquez fue el protagonista elegido para representar a un hombre medio de la España gris con una vida gris. Mercero necesitaba un actor que fuera un artista de la expresión y ya le había impresionado el trabajo de López Vázquez en ‘Mi querida señorita’ de Jaime de Armiñán. Su personaje en ‘La cabina’ casi no tiene texto y debía plasmar sin que se notara un progresivo viaje de sentimientos: de la sensación de ridículo inicial al desconcierto, pasando por la impotencia y, por último, la desesperación de descubrir que está ante un final terrible en un túnel de cadáveres que fueron cuerpo de personas olvidadas. López Vázquez transmitió todo, sin decir nada.

En el Madrid de hoy, como en el Madrid de entonces, pasa desapercibida la plaza donde se rodó una de las obras maestras de nuestra ficción. Está vallada y se entrevé como una zona privada de vegetación incontrolable y respiradores de un parking subterráneo. Ya en 1972, sin que hubiera crecido tanto conducto de ventilación y tanto verde, la plaza estaba escondida al ojo del peatón, ideal para lograr un rodaje más controlable y, encima,  atesoraba una conjunción urbanística que daba alas al drama.

Una semana duró esa primera parte de la grabación, que supuso una coreografía perfecta entre el papel de los actores secundarios, las miradas de López Vázquez y los propios edificios que rodean esa plazoleta. A los lados, viviendas con hogareños balcones en los que colocar indiscretas miradas que representaban el patio de vecinos del país: la curiosidad, la empatía, el descrédito. O la risa del individualismo, que se mofa ante el agobio del prójimo que está atrapado. Al fondo, una fría mole de oficinas, como una autopista de cemento con ventanitas hacia al cielo, que acrecentaba la tensión de los picados planos generales del agitado López Vázquez encerrado tras los cristales del locutorio blindado que los espontáneos dispuestos a ayudar no conseguían abrir. Ni los de la fuerza ni los de la maña. Ni la hombría de la policía, también delatada al tratar con pasota paternalismo a una víctima cada vez más empequeñecida.

Fotograma de La Cabina
Fotograma de La Cabina
RTVE

El contraste entre viviendas, mini-rascacielos y los cuchicheos de la gente multiplicaba el sentimiento de soledad del hombre en su cabina. Cabina que no era azul, como acostumbraba Telefónica. Se pintó de rojo, que es un color que da más nervio. Y, además, se construyó con unas dimensiones más pequeñas de lo habitual, a tono con el cuerpo de López Vázquez. Así la percepción de claustrofobia era mayor.

"Todos los seres humanos tenemos muchas cabinas de las que tenemos que liberarnos, hay cabinas de tipo moral, hay cabinas de tipo educativo, hay cabinas de tipo mental y hay cabinas de tipo económico. Cada uno tiene que ver qué cabina le aprisiona e intentar liberarse", reflexionaba Mercero sobre La Cabina. Ahora hasta el teléfono móvil puede encerrarnos sin necesidad de cabina. 

Aunque el choque emocional de los pavorosos treinta y cinco minutos de duración de este telefilme va mucho más allá de la literalidad. Sobre todo condensa la habilidad de Antonio Mercero para trazar desde la sencillez una lúcida radiografía de la sociedad. Ya no hay cabinas en la calle en las que quedarnos físicamente aprisionados, pero la historia de 'La cabina' continuará siempre viva porque habla de sentirse solo entre la multitud, habla de los ruidosos y distraídos aplausos que celebran que ya vas hacia algún lugar sin que nadie se percate de que, en realidad, no vas a ninguna parte.

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