No sé si reír o llorar desconsoladamente. Un energúmeno, aprovechando el caos generado por las manifestaciones en el centro de la ciudad, penetra en un establecimiento comercial, se apodera de una buena bicicleta y, como alma que lleva el diablo, huye pedaleando de la bronca.
Horas más tarde, haciendo uso de las redes sociales, intenta venderla por wallapop y es detenido por la policía. Hay que ser zoquetillo para proceder así sabiendo que hoy en día siempre anda al acecho el ojo que todo lo ve, y todo lo grava. Pero no nos engañemos, entre la clientela adicta al humo de los contenedores ardiendo no sólo hay zoquetillos y rateros de tres al cuarto, sabemos que también actúa una mano negra: la de los malvados.
En Madrid, Barcelona, Logroño o Burgos esa mano negrísima -que nada tiene que ver con hoteleros, trabajadores de la cultura o taxistas- mece la cuna del descontento salvaje y la violencia.
Las manifestaciones son una herramienta democrática eficaz para hacerse oír. Los ciudadanos tienen derecho a salir a la calle pacíficamente para reclamar lo que consideran justo ¡Faltaría más! Pero de ahí a pasar de puntillas ante el saqueo, relativizando las consecuencias de los actos vandálicos, hay un abismo.
Es evidente que entre los alborotadores e incendiarios hay pardillos y aventureros de postín, claro que sí; pero también malvados, exaltados y bronquistas movidos por oscuros intereses. Por el bien de todos convendría poner fin a esa ira de los malvados
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