Luis Algorri Periodista
OPINIÓN

El perro de Goya

Pablo Casado traslada su pésame y "todo el apoyo" a las familias de las víctimas del incendio en Moncada (Valencia)
Pablo Casado, presidente del PP. 
20M EP
Pablo Casado traslada su pésame y "todo el apoyo" a las familias de las víctimas del incendio en Moncada (Valencia)

Hace dos siglos, entre 1820 y 1823, mientras España atravesaba las convulsiones del Trienio Liberal, Goya pintó una de sus obras más poderosas, si no la que más: se le llama El perro semihundido. La cabeza de un perro asoma detrás de una roca y mira hacia arriba, no se sabe a qué. Hay quien dice que a unos pájaros que no se ven. Pero ese perro transmite inmediatamente angustia, desamparo, miedo. Ese perro lo está pasando muy mal.

No es nada difícil comparar esa pintura con la situación que atraviesa hoy nuestro país y, esto sobre todo, algunos de sus dirigentes políticos. España tiene un gobierno que se sostiene gracias a un equilibrio fragilísimo, pero al menos se sostiene. El problema parece estar no en ese pacto de funambulistas sino en la oposición. Y, es inevitable decirlo, sobre todo en su jefe de filas.

La nación necesita un partido conservador fuerte, cohesionado, generador de ideas y capaz de gobernar cuando así lo decidan los ciudadanos, eso está fuera de discusión. Nadie en su sano juicio desea la destrucción o la desaparición de la opción de derechas –como tampoco la de izquierda–, porque entonces se acabaría la democracia. Pero cada día está más claro que quien está lesionando ahora mismo a esa opción conservadora no es su militancia, ni su estructura interna, ni la interminable serie de corruptelas que todos hemos contemplado durante años. Es su jefe de filas. Su presidente. Otra cosa es que sea su líder. Eso no está tan claro.

La obsesión, la única obsesión del presidente del PP parece ser precisamente esa: convertirse en el líder indiscutible y, sobre todo, indiscutido del partido. Eso le está llevando a traspasar los límites de la estricta política para entrar de lleno en el espectáculo, en la tensión diaria, en la convulsión constante, en el estrépito que no cesa. Hace ya tiempo que a esa actitud se le llama populismo. Es innegable que la oposición tiene no ya el derecho sino el deber de criticar lo que hace el gobierno, pero lo que estamos viviendo hace mucho tiempo que dejó de ser crítica para convertirse en otra cosa mucho más feroz.

Cuando Goya pintó el perro semihundido, en España no había adversarios; había enemigos. Ahora, si escuchamos todo ese griterío impostado, artificial y furioso, la situación no parece demasiado diferente. El presidente del PP es una persona inteligente, capaz e hiperactiva, que parece no cansarse nunca, pero tiene un problema: no confía de verdad más que en una sola persona, su “mano derecha”, García Egea, que ha impuesto en la cúpula del partido una disciplina espartana y un temor del que todos hablan… en voz baja. Esos todos, incluso los más próximos, se hallan en ese espacio sombrío que hay entre la cautela y la rivalidad, entre la sospecha y la hostilidad personal, por más encubierta que esté.

No puede ser que al presidente del partido le convoquen elecciones anticipadas en una importantísima comunidad autónoma y que la victoria de los suyos se convierta en su peor pesadilla. No puede ser que él mismo apoye la convocatoria de otras elecciones prematuras en otra comunidad con el nada imaginario objetivo estratégico de ganarlas y así reforzar su posición; las elecciones se hacen cuando lo necesitan los ciudadanos, no los políticos. No puede ser que el partido conservador, con su jefe al frente, esté trabajando para desacreditar al gobierno ante los organismos y líderes europeos, algo que no sucede con los políticos opositores de ningún otro país del continente: todos se dan cuenta de que esa actitud puede que deteriore al gobierno, pero sobre todo lesiona el prestigio de su nación. Y hay cosas que se pueden hacer, pero que no se deben hacer.

Es inaudito que el máximo dirigente del partido conservador, de la derecha democrática, haga lo imposible para acabar como sea –repito: como sea– con una reforma que ha conseguido poner de acuerdo al gobierno, a los empresarios y a los sindicatos, algo rarísimo; y que, para el presidente del partido, el máximo dirigente de la CEOE se haya convertido en algo semejante a un traidor. No puede ser que en la agónica, berlanguiana, tristísima votación de esa reforma en el Congreso de los Diputados –jueves, 3 de febrero– se monte una gresca sin precedentes y se lancen improperios atroces, en público y en privado, sobre la presidenta de la Cámara: pucherazo, prevaricación, tongo, mentira, para tratar de tapar lo que, como ya nadie duda, fue un error de un diputado conservador: quería votar que no pero votó que sí. Votó y confirmó el voto. A falta de lo que acuerde la Mesa del Congreso (que, a día de hoy, no tiene fecha para reunirse), el decreto de la reforma fue legítimamente aprobado. No hubo, pues, ni pucherazo ni nada de lo que, al calor de la tensión, se gritó allí. Era puro ruido. Nada más.

La vocinglería constante no lleva a ninguna parte. El presidente del PP debería reflexionar y darse cuenta de su partido no es el Partido Republicano de EEUU, ahora mismo asfixiado y deformado por el caudillismo ególatra de Donald Trump. La última persona que dirigió el Partido Popular con una autoridad completa y unánimemente reconocida fue José María Aznar. Y el expresidente es uno de los varios que han mostrado en público su desacuerdo con los métodos de quien ahora lo dirige. Desde que Aznar se retiró, en marzo de 2004, la dirección de los conservadores tiende más al acuerdo interno entre rivales (como en casi todas las democracias) que al autoritarismo.

El actual presidente del PP no puede ignorar que en su partido hay muy numerosas personas de sobra preparadas para, llegado el caso, ocupar su lugar. Eso es lo que le quita el sueño. Personas con prestigio y larga trayectoria que no comulgan con el afán del presidente de recuperar los votos que se le han ido –se le van– a la extrema derecha mediante el imposible método de esforzarse por parecer más radical, extremista y 'populista' que los propios ultras, como se vio en la amarga sesión plenaria del Congreso del 3 de febrero. Personas, en fin, que seguramente apostarían por recuperar un partido conservador crítico y decidido, como es natural, pero sosegado, dialogante, con menos errores y ante todo con sentido de Estado, al estilo de los conservadores alemanes, franceses o británicos. Personas que están esperando a ver qué pasa en las elecciones autonómicas castellanoleonesas; elecciones hechas para consolidar al actual presidente… si se ganan. Si no se ganan, o si el PP se ve impelido a meter a la ultraderecha en la Junta de Castilla y León, nadie sabe lo que puede pasar. Ni en la sociedad española ni en el propio partido conservador. Nadie, ningún líder está por encima de su partido ni de los intereses de la nación. Eso es trumpismo. Y cabe apostar por que el Partido Popular no lo toleraría fácilmente.

Buena parte de los medios de comunicación más conspicua, legítima y tradicionalmente conservadores ya menean la cabeza ante la actitud, la estrategia y la figura del presidente del PP. Ya casi nadie recuerda su memorable, brillante discurso del 21 de octubre de 2020, cuando puso en su sitio al líder de la extrema derecha parlamentaria, Santiago Abascal; quizá porque aquella fue la última vez que lo hizo. Los hechos, desde entonces, han evidenciado una huida hacia delante –hacia el extremismo, por lo menos verbal y gestual– que parece no tener fin. Del actual presidente del PP cabe decir lo que Pemán le hacía decir a uno de sus personajes, el conde Metternich, de Napoleón: que “pierde si no gana”. Y si gana, pues ya veremos…

El perro que pintó Goya en la pared de su Quinta está –no hay más que verlo– angustiado, nervioso, desesperanzado. Pero sobre todo está solo. Y hace falta muy poca imaginación para adivinar, casi para sentir que el suelo le falla bajo las patas y que se está hundiendo. No hay nadie allí para socorrerle. En política, una norma elemental que ya manejaba Cicerón indica que es obligado acudir presurosamente en socorro… del vencedor.

No tardaremos en ver hacia dónde vuelan los socorros.

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