OPINIÓN

Viajamos como pollos sin cabeza

Familia de viaje.
Familia de viaje.
Getty Images/iStockphoto
Familia de viaje.

Nunca antes habíamos viajado tanto, tan lejos, tan rápido, tan compulsivamente. 1.300 millones de personas salen cada año de sus países en busca de destinos exóticos, una cifra que no para de crecer. Hay mucha curiosidad, muchas ganas de aprender, pero también mucho viajero moviéndose como pollo sin cabeza, aquejado de una nueva enfermedad que algunos llaman FOMO (siglas en inglés de Fear of Missing Out, miedo a perderse algo).

Es un efecto perverso de esas redes sociales que recomiendan el sitio desconocido, la foto, puesta de sol o extravagancia imperdible que tienes que hacer en todo viaje, llevándonos a los mismos sitios para ver y hacer lo mismo, rechazando todo aquel lugar que no cuente con las famosas cinco estrellas de Google.

Viajar a golpe de redes se ha convertido en una tendencia nociva para la salud mental (demasiado estrés), que expulsa a los locales de los centros históricos o pequeños pueblos bonitos y daña el medio ambiente.

Cambiemos las preferencias. Porque verlo y hacerlo todo no da la felicidad, todo lo contrario. Masifica unos pocos lugares ignorando a todos los demás. Nos vamos a la Provenza para admirar las plantaciones de lavanda ignorando la espectacular floración de cantuesos que ahora mismo tiñe de morado toda Extremadura. Nos amontonamos en Dubrovnik olvidando Ávila o Lugo.

Volvamos a lo auténtico, a lo pequeño, que al final es lo más importante si tenemos la suerte de poder compartirlo con amigos. Gente que quieres y te quiere en sosegados paisajes del alma, momentos inolvidables que nadie podrá quitarte porque forman parte de recuerdos inolvidables que atesoramos con felicidad en ese espacio menguante, nunca suficientemente grande, llamando vivencias. Y a las redes, que les den por saco.

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