Francisco Gan Pampols Teniente general retirado
OPINIÓN

Guerra y Paz

Imagen del destructor USS Carney.
Imagen del destructor USS Carney, atacado por los hutíes a principios de diciembre
EP
Imagen del destructor USS Carney.

A una semana de que se cumplan las segundas Navidades en la guerra más cruenta desde el final de la Segunda Guerra Mundial, nada parece haber cambiado más allá del control sobre unos kilómetros cuadrados —no muchos— de tierra ya baldía y que lo será por mucho tiempo, unas cuantas ciudades más arrasadas e invivibles a medio plazo, y una insoportable cantidad de muertos y heridos por ambos bandos en conflicto. Esta guerra se está convirtiendo en una sangría que drena las energías de todo tipo, y no solo a Rusia y Ucrania, sino a todos aquellos que de una u otra forma se ven afectados por este conflicto, bien como colaboradores necesarios a su sostenimiento, bien como sufridores de las consecuencias mismo.

En el ámbito internacional tampoco parece que prospere ninguna iniciativa que permita aproximar a los adversarios a la mesa de negociación, todo lo más, alguna aproximación indirecta que sugiere que la sostenibilidad de los apoyos que recibe Ucrania no puede ser indefinida, o que la capacidad de resistencia de la Federación Rusa no está garantizada más allá del 2024. En cualquier caso, nada significativo ni relevante. 

A esta aparente apatía se une el impacto sostenido, y en algún aspecto creciente, de la guerra entre Israel y Hamás, que además de haber generado una opinión mundial muy polarizada en torno a conceptos como la legítima defensa y el uso desproporcionado de la fuerza, empieza a tener consecuencias económicas graves al alterar el flujo comercial a través del estrecho de Bab el Mandeb, el mar Rojo y el acceso al canal de Suez. Existe una presión creciente sobre Israel para que acuerde un alto el fuego al que Israel se niega, unas recomendaciones firmes de su principal aliado para que disminuya la frecuencia e intensidad de las acciones y cambie sus procedimientos para garantizar el mínimo daño colateral y, en definitiva, una cólera creciente en el mundo árabe y musulmán de todo el mundo y en las minorías de esa confesión que residen en terceros países, muchos de ellos vecinos y socios nuestros.

El mundo está en crisis y no sólo en las zonas de conflicto que vemos en pantalla de forma recurrente. Otra zona que nos afecta de forma directa -y que pasa prácticamente desapercibida es la franja saharo-saheliana. La inestabilidad que padece esa zona es producto de la inexistencia de legitimidad del ejercicio del poder y de la carencia de adecuadas estructuras de seguridad en países como Mali, Burkina Faso, Níger o Chad. Estos, además, se ven afectados gravemente por el impacto del terrorismo yihadista que padecen en todas sus variantes (Daesh, AQMI, JNIM, Boko Haram…).

La violencia, la inseguridad y la proliferación de tráficos ilícitos se extiende como una mancha de aceite a los estados vecinos de aquellos que se ven afectados por el ataque yihadista creando una zona de inestabilidad de proporciones difíciles de abarcar. Masacres que pasan frecuentemente desapercibidas, flujos de desplazados que no pueden ser acogidos por las inexistentes estructuras de protección social, u oleadas de refugiados que van hacia el norte soñando con la acogida en la nueva arcadia que creen que es Europa y que para alcanzarla no reparan en asumir toda clase de riesgos y peligros.

Ante un panorama tan desolador cabe preguntarse ¿Dónde queda la gobernanza global? ¿Dónde el sistema de Naciones Unidas y su voluntad de preservar la paz mundial? ¿Qué capacidad sería necesaria para poder imponer la paz allá donde fuera necesario? Siempre surge una respuesta simple a estas cuestiones y que es de ejecución casi imposible: que los estados que disponen de la voluntad y la capacidad de alcanzar acuerdos lo hagan, que busquen el mayor bien para el mayor número con el menor perjuicio para el menor número, y que utilicen la fuerza imprescindible para imponerlo allí donde sea necesario.

El sistema general de Naciones Unidas no fracasa por su diseño, fracasa por la falta de compromiso de sus miembros

El sistema general de Naciones Unidas no fracasa por su diseño, fracasa por la falta de compromiso de sus miembros, por el triunfo del egoísmo sobre el altruismo y por el deseo de algunos de no renunciar a cotas de poder -en forma de derecho de veto- que consiguieron en la carta fundacional allá por 1945 y a la que no están dispuestos a renunciar. Así tomados de uno en uno, los intereses, los problemas y las soluciones, no hay esperanza de una paz mundial; sin generosidad no hay posibilidad de ejercer la unidad de esfuerzo imprescindible para imponer la voluntad colectiva de la organización sobre él o los infractores de los preceptos de la Carta. Si no buscamos, imponemos y mantenemos la paz, el resultado antes o después será siempre la guerra y no la coexistencia pacífica. Una última pregunta: ¿Cui Prodest?

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