Mario Garcés Jurista y escritor
OPINIÓN

Hay una puerta ahí

Hace un tiempo todo era más fácil. Nacíamos en París, nos trasladaban en boca de una cigüeña eslava y llegábamos a la cuna, ante el alborozo de toda la familia, incluidos la madre y el padre. En cambio, moríamos en casa, rodeados de nuestros mayores, con cura ataviado con sotana, sacramento terminal y la iguala del muerto. Pues bien, ahora todo es distinto.

Ahora resulta que los padres son procreadores y ya no existe el tabú del sexo parental. Tampoco morimos, entre otras cosas, porque el que va a morir no sabe siquiera que va a morir. En ocasiones he llegado a pensar que no lo sabe ni el médico, tan preocupado, como a veces el mismo sacerdote, en ocultar la realidad para facilitar una transición inconsciente y menos penosa al otro mundo.

La sociedad actual vive una especie de delirio de inmortalidad, una ceguera pasmosa que nos hace ocultar la finitud de nuestras vidas, como si la inconsciencia fuera la solución. Antes el bebé venía de un viaje, ahora el abuelo se ha ido de viaje y no sabemos cuándo volverá.

Hace unos días tuve la ocasión de presenciar en la Academia de Cine un pase privado de una gran película: Hay una puerta ahí, probablemente la película más vitalista sobre la muerte que haya visto. Una aproximación al "morimiento" de un paciente terminal, a través de las conversaciones francas que mantiene con un doctor mallorquín especializado en cuidados paliativos. A diferencia de Mar adentro, una película con muchas trampas de guion, Hay una puerta ahí es la película del acompañamiento en el proceso terminal de un ser sufriente consciente del fin, de un pelotudo de raíz, de un bravucón que se enfrenta a la muerte con sus lógicas vacilaciones.

"Deberíamos proporcionar los mismos exquisitos cuidados a los que llegan a este mundo que a los que los dejan"," señalaba Sljemswürd, entre otras cosas, porque la actitud de una sociedad ante el proceso de morir es un indicador del desarrollo civilizatorio. Pues bien, en muchos casos, por soledad, por estigmatización de la enfermedad o por simple terror a la supuesta infamia física y psicológica de la vejez, el enfermo terminal es ocultado, desechado en vida, porque nada que tenga que ver con la muerte es aceptado en el nuevo mundo 'idiotizante' de los vivos. Una muerte escamoteada, desocializada, reprimida.

La pérdida abrupta de valores ha dejado desprovisto al hombre y a la mujer occidental de recursos para enfrentarse a la muerte. No somos inmortales, pero vivimos como si lo fuéramos. Omnipresentes en redes sociales, sobrevivimos los estragos del envejecimiento. Pero un día el cristal se romperá y contemplaremos nuestra propia esencia mortal. Mortal y rosa.

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