
"Pero nada decía la prensa de hoy de esta sucia pasión. De este lunes marrón. Del obsceno sabor a cubata de ron de tu piel. Del olor a colonia barata del amanecer. Hoy amor, como siempre. El diario no hablaba de ti". María Jiménez siempre ha sonado a empoderamiento. Se arrancara por coplas o por una versión canalla de Joaquín Sabina. Con un pavo real en la cabeza. Con su vida descrita a viva voz.
Hablaba como bailaba. Taconeando fuerte a golpe del arte que pelea por su libertad. Pero una libertad cosida por las cicatrices del sufrimiento. Y, claro, su ímpetu también olía a tristeza. Aunque no dejaba de sonreír fuerte, tal vez incluso como modo de resiliencia.
Sin miedo a desahogarse, sin pavor al arrebato, sin pudor con las liturgias de la hipérbole escénica y estética, convirtió canciones en himnos. También en su propia despedida, donde el funeral se ha convertido en la celebración que ella imaginó.
Con la gente, a la vista de cómplices y cotillas. La cola desplegada del pavo real asomando sobre el féretro y sobre la emoción de Triana. María discrepaba de la discreción. Lo suyo era compartir. Su voz, su cuerpo, su alegría, hasta su hastío. Y así se ha ido, compartiendo su viaje en un coche tirado por la energía de los caballos y las palmas por bulerías. Como si fuera un último videoclip, como si fuera su última interpretación. Con toda la liturgia puesta encima, de nuevo, María Jiménez no ha esperado a los demás: se ha empoderado a sí misma.
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