Opinión

Y el narrador cambió

Los cabezas de lista de Junts y ERC, Míriam Nogueras y Gabriel Rufián.
Los cabezas de lista de Junts y ERC, Míriam Nogueras y Gabriel Rufián.
ACN
Los cabezas de lista de Junts y ERC, Míriam Nogueras y Gabriel Rufián.

¿Cómo continuar una historia cuando ha llegado a su conclusión? Esa es la pregunta que sobrevuela a los partidos independentistas de Cataluña desde hace casi seis años. En 2017, lo hicieron todo. A través de las llamadas leyes de ruptura, derogaron el Estatuto de Autonomía de la Comunidad, a pesar de que hubieran necesitado 18-19 votos más en el Parlamento para poder proceder siquiera a su reforma (lo que ilustra la falta de legitimidad democrática de la decisión). 

También escenificaron un referéndum, que estuvo desprovisto de cualquier garantía de imparcialidad o fiabilidad. Por último, declararon la independencia, primero como anticipo o teaser el 10 de octubre y definitivamente el 27 de ese mismo mes. De ser un cuento, y en muchos sentidos lo era, este hubiera sido su final, y no hubiera habido más que contar. El resto hubiera quedado para la imaginación. Pero en la vida real, siempre hay un acto más tras el cierre del telón.

Las cosas terminan para dar inicio a otras. Y ahí surgió el problema que aún arrastran; la hoja de ruta de Convergencia (en sus múltiples encarnaciones), ERC y la CUP no tenía guion más allá del 27 de octubre, de modo que, a partir del 28, sus protagonistas se quedaron sin líneas que decir, forzados a improvisar ante un público al que le habían anunciado que vivirían felices y comerían perdices. El peor castigo que han sufrido los partidos independentistas catalanes se lo impusieron ellos mismos y es tener que vivir el día después, y todos los demás que le han seguido, una vez alcanzados los hitos que se habían propuesto. No se puede volver a prometer, al menos no con ilusión, aquello que en teoría ya has conseguido.

A diferencia de los partidos convencionales centrados en la defensa de una ideología de gestión, cuya existencia no conlleva en sí misma, o no necesariamente, la concurrencia de una circunstancia negativa para sus seguidores, los partidos independentistas suponen la encarnación de un fracaso para quienes los respaldan. Mientras un partido se define como independentista, eso significa que no ha logrado su objetivo último, porque de conseguirlo, el partido desaparecería, al perder su razón de ser, o dejaría de identificarse como independentista, para pasar a representar una doctrina política no territorial (como pueden ser el liberalismo, el conservadurismo o la socialdemocracia) dentro del nuevo estado.

Un partido que se define como independentista desaparecería de lograr su objetivo o tendría que dejar de identificarse como independentista

Para formaciones como el PSOE, el PP, Sumar o Vox, cada día tiene su afán, por lo que podrían ocupar el gobierno por tiempo indefinido, incluso durante siglos, y seguirían encontrando situaciones sobre las que aplicar su ideario, pero cuando un partido independentista está en el gobierno, el horizonte resulta mucho más limitado. 

La paciencia de sus electores puede agotarse si se limitan a atender los asuntos propios de la acción regular de un gobierno, sin avanzar en pos de la independencia. En ese sentido, de 2012 a 2017, los partidos independentistas catalanes presentaron como reclamo electoral la realización de los preparativos que conducirían a la independencia. Al ir acostumbrándose su cuerpo electoral, la audacia de los pasos fue cada vez mayor para mantener el interés, hasta llegar al punto de no retorno de 2017.

Declarada la independencia, desde el punto de vista de ERC, JxCAT y la CUP, no quedaba nada más que hacer salvo ejecutarla. Cabría pensar que, si no lo hicieron, fue por la aplicación del artículo 155 (el cual curiosamente encontró más cooperación que oposición por parte los altos cargos independentistas), o por la intervención de la Justicia, pero lo cierto es que el ejecutivo catalán ya había desistido antes de cualquier empeño por materializarla. 

El 28 de octubre, el entonces presidente de Cataluña, Carles Puigdemont, no pensaba en planes de gobierno, sino de huida. Esto no significa que el procés fuera una pantomima inocente, la determinación era real, simplemente se precipitaron, y en esas fechas eran conscientes de ello. El entorno de Puigdemont llegó a contactar, por ejemplo, con agentes rusos, como mordazmente reconoció Gabriel Rufián al compararlos con un remedo de James Bond.

De no ser por su querencia por el poder, para los partidos independentistas hubiera sido más cómodo perder el control de la Generalitat, porque al menos eso les hubiera proporcionado una excusa con la que explicar a sus electores su inacción. Como no fue ese el caso, igual que una serie que se alarga, han tenido que inventar sobre la marcha tramas de relleno desde 2018, con las que enmascarar que el epilogo del procés se ha centrado, sobre todo, en resolver la situación personal, económica y penal, de algunas de sus principales figuras, y/o en salvar su carrera política o ego.

Durante un tiempo, funcionó, pero los pésimos resultados que han cosechado en estas dos últimas elecciones muestran el agotamiento de la fórmula. La fuerza de la que gozan en el Congreso gracias a la compleja aritmética parlamentaria no debe confundirnos: los catalanes están buscando otros narradores para su futuro.

Gonzalo Castro Marquina es jurista

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