Borja Terán Periodista
OPINIÓN

Los encierros de San Fermín, el chupinazo de las audiencias televisivas: crónica de su éxito

Aspecto de la calle de La Estafeta desde la curva de Mercaderes, durante el primer encierro de los Sanfermines 2023.
Aspecto de la calle de La Estafeta desde la curva de Mercaderes, durante el primer encierro de los Sanfermines 2023.
Rodrigo Jiménez / EFE
Aspecto de la calle de La Estafeta desde la curva de Mercaderes, durante el primer encierro de los Sanfermines 2023.

Los encierros de los Sanfermines son un chupinazo en audiencias. Cada día, suman la cuota de pantalla más fuerte de la televisión en España al rondar el cincuenta por ciento de share. Eso significa que alrededor de la mitad de personas conectadas a la pantalla y su multitud de canales están viendo a los toros correr, o huir. Depende cómo se mire.

El sábado, por ejemplo, el segundo encierro de San Fermín 2023 cosechó un vertiginoso 58.9 por ciento de share y 1.119.000 espectadores. Un día después, el tercer encierro subió a un 61.5 por ciento en share con 1.038.000 espectadores en La 1. No pasan los años por la tradición pamplonica, que mantiene su fervor televisivo clásico. ¿Cómo logra tan imponentes promedios de audiencia? La primera clave está en la España que madruga. Al frescor veraniego de las 8 de la mañana, existe nula competencia entre cadenas. El único evento son los Sanfermines, que reúnen a su público potencial y, también, a otros curiosos tempraneros.

La segunda virtud para romper el share de los encierros está en que es un espectáculo de la concreción. Todo sucede en apenas dos minutos. En menos de 180 vertiginosos segundos se produce una catarsis eufórica que no da margen para disgregar a los fieles. Los espectadores quedan concentrados en torno a la puntualidad del rito. Con su liturgia. Con su estampa visual, tan poderosa como irracional. Tan televisiva, por tanto.

Los Sanfermines son el magnetismo del caos. El cohete estalla y los balcones de las estrechas calles se atiborran de personas que, hacinadas, asoman sobre las barandillas. Fuera de sí, su elasticidad desafía la ley de la gravedad para intentar alcanzar allá donde no llega la vista de las terrazas. Abajo, mozos sin canas y con canas dejan trotar a su adrenalina y testosterona, junto a unos toros que intentan encontrar una salida por la que huir del estrés vestido de jolgorio. Y la gente se cae. Y la gente es apisonada por astados y otras gentes. Sólo apisonada, es el mal menor.

Las cámaras graban lo que pueden. El ojo capta también lo que puede. Los velocistas crean un río blanco, con toques de rojo-vino en formato pañuelo, que discurre a tal presteza que impide parpadear. Son dos minutos de congregación única que atrapa, pues nos enfrenta a una tensión trepidante con su peligro y con su exotismo. Son dos minutos engalanados que hablan de cómo la sociedad es toreada por las vehemencias de la pasión, más vinculadas a la emoción que a la lógica. Y los toros, ahí, interpretando al antagonista forzado que ni siquiera sabe que lo es. Bravos, descontrolados, sobresaltados, extraviados, corriendo para que el rugir de la fiesta acabe cuanto antes. 

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