OPINIÓN

Cómo dejé el ajedrez para seguir el rastro de la sangre

Ilia Topuria golpea a Josh Emmet durante la pelea estelar de la UFC.
Ilia Topuria golpea a Josh Emmet durante la pelea estelar de la UFC.
GETTY IMAGES
Ilia Topuria golpea a Josh Emmet durante la pelea estelar de la UFC.

A mí me gustaba el ajedrez y los algoritmos lo sabían. Las redes sociales amenizaban mi vida con vídeos sobre Magnus Carlsen o Gary Kasparov o Leontxo García o el gran maestro español Pepe Cuenca, entre otros, para endosarme luego un anuncio o dos de zapatos o de casas o de caldo de pollo o –pásmate, amigo— de Podemos. El ajedrez era mágico y lo más cerca que he estado nunca de disfrutar con las insufribles matemáticas (¡y encima haciendo deporte!).

Pero un día apareció Mike Tyson en televisión: estaba mayor, algo gordo y fumaba. Habló de las virtudes de la marihuana, de una variedad no psicodélica, legal, que el exboxeador comercializa en Estados Unidos. Mientras el viejo Tyson se fumaba un canuto gigantesco con delectación —daban ganas de fumarse otro, la verdad—, lo busqué en mi móvil. Y encontré aquel combate en el que un joven Tyson, enrabietado, mordió la oreja de su oponente. Ahí estaba el bueno de Holyfield saltando de dolor, perplejo y casi desorejado mientras el otro se llevaba su lóbulo entre los dientes.

El algoritmo debió de detectar aquel día una debilidad en mi carácter. Sustituyó los vídeos sobre ajedrez por otros deportes mucho más violentos. No eran exactamente combates de viejas glorias del boxeo, sino peleas actuales de estilo libre entre contrincantes confinados en una jaula con forma de octágono. Se propinaban formidables puñetazos, patadas, zancadillas..., todo valía hasta que uno caía a la lona inconsciente o el árbitro paraba la pelea para que no se mataran. El espectáculo era tan atroz, tan sanguinolento en ocasiones, que bloqueé los infinitos vídeos e imágenes que se cruzaban en mi camino, pero dio igual: surgían más en Instagram o en Facebook o en YouTube.

Una noche, pensando en la cena de la familia, busqué una receta por Internet capaz de combinar los pocos alimentos de la nevera. Los días posteriores las redes sociales me dieron un respiro. Me recomendaban recetas culinarias también un poco brutales (¡tortilla de patata con paella dentro!), pero nada que ver con aquellos combates disparatados. Dio igual: la semilla de la violencia ya estaba dentro de mí.

Abandoné el club de ajedrez y me apunté a uno de boxeo por aquello de hacer ejercicio: me partieron un diente el cuarto día. Lo cambié por un cursillo de cocina en el que me corté un dedo la quinta semana: perplejo, me gustó ver la sangre cayendo al suelo antes de que el médico cerrara la herida con tres puntos certeros. Era todo muy raro. ¿Me había transformado en un vampiro?

Todo es salvaje en la UFC, pero yo (que siempre abominé de los deportes violentos y de la mala cocina) estoy atrapado

En su libro El hombre en busca de sentido, Viktor Frankl asegura que quienes no sobrevivían en el campo de concentración respondían a un patrón concreto. Eran aquellos presos que una mañana, al abrir los ojos, se decían: "Ya no espero nada de la vida". Ese día, rehusaban levantarse del catre, no desayunaban su mendrugo, no reaccionaban a los gritos ni a los golpes. Ese día, la vida se los llevaba por delante.

Yo, si se me permite la colosal frivolidad metafórica, no me he transformado en Drácula, sino que me he abandonado como los desahuciados de los que hablaba Frankl. Ya no espero nada de Internet, pero me temo que sus algoritmos sí quieren algo de mí. Quieren que me aficione a los combates que patrocina la UFC, la multinacional de artes marciales mixtas, y están cerca de conseguirlo. Sé bien quién es el mejor peleador español —y lo admiro—, Ilia Topuria, un alicantino de origen georgiano que pelea con la inteligencia de un ajedrecista. Es tal mi perdición que también sigo por Instagram las grotescas combinaciones culinarias que anuncia cada viernes el presidente del negocio, el enérgico Dana White, capaz de preparar una pizza de queso filadelfia y gominolas sobre una superficie de sandía, y gritar a la cámara que es un plato exquisito. Todo es salvaje en la UFC, pero yo (que siempre abominé de los deportes violentos y de la mala cocina) estoy atrapado. He perdido la esperanza y no me levanto del catre. ¿Lograré hacerlo algún día? Lo dudo. Y vete a saber si este artículo no lo ha escrito un puñetero algoritmo con mis manos.

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