Borja Terán Periodista
OPINIÓN

El fin de Sálvame: la intensidad de la despedida arrasó con la fiesta

Pedro Piqueras acorralado en el pasillo de Telecinco en los minutos finales de Sálvame
Pedro Piqueras acorralado en el pasillo de Telecinco en los minutos finales de Sálvame
Mediaset
Pedro Piqueras acorralado en el pasillo de Telecinco en los minutos finales de Sálvame

"Y yo no sé qué hacer para no naufragar". La sintonía de Sálvame ha sonado por última vez en las tardes de Telecinco. La canción elegida para poner título al programa en 2009 ya no era anodina. Tenía retranca, tenía metáfora, tenía discurso. Sálvame se estrenó con nocturnidad, detrás de Supervivientes, pero con personalidad. Un lugar golfo para segundas oportunidades. 

Ahora, 14 años después, se verá como un icono pop que marcó a una generación y que entendió, a su manera, hacia dónde evolucionaba la sociedad. Un magacín de tarde se transformó en un reality que convertía todos los platós de Telecinco en un vecindario con todas sus consecuencias. Y así ha acabado, en el parking de la cadena encendiendo una hoguera con la épica de la flecha de Antonio Rebollo. El mismo que prendió el pebetero olímpico de Barcelona'92 ha iniciado el fuego que ha reducido a cenizas recuerdos del programa. Como pasará en tantas playas, plazas y alguna rotonda en esta noche de San Juan.  

Ha sido la gran estampa de cierre de Sálvame, aunque precedida por otro memorable encuentro inesperado con Pedro Piqueras que iba a su plató y se cruzó con toda la troupe de Sálvame que estaba poniendo caótico rumbo a la fogata. Y se pararon a charlotear con él, claro. No iban a perder tal ocasión. Y hasta ovacionaron a Piqueras, con esa inconsciencia alegre que representa tan bien Sálvame y como este programa naturalizó que la varieté es lanzarse a jugar. Incluso, a veces, antes de pedir permiso. 

Pero, en conjunto, el último Sálvame no ha sido lo que recordaremos de Sálvame. La intensidad de la despedida ha impedido que brillara con más ímpetu la corrosión que salvó a Sálvame de sus miserias. La lógica y folclórica exaltación de la emoción del equipo y protagonistas despidiéndose y regocijándose en su día histórico ha escondido parte de ese humanizador espíritu travieso que ha hecho más identificable a Sálvame en la España de los barrios, la España más transversal. 

Ahí, en el autobombo que reconforta la encrucijada del adiós (incluso han anunciado el docushow que van a protagonizar varios de los personajes estrella del hasta ahora espacio de Telecinco en Netflix), la catarsis del fundido a negro de Sálvame ha evidenciado que los buenos magacines suelen ir unidos a la guinda de la autoría de sus presentadores

La celebración de la ironía de Jorge Javier no ha estado presente en el final de Sálvame. Y se ha notado. Sin su mirada, el adiós de este formato no ha alcanzado la apoteosis necesaria para rebajar intensidades en una tarde de verano y seducir a una audiencia más amplia que los fans que todo lo aguantan. Las cuatro horas se han hecho largas ante tanto bucle de pomposidad de recalcamiento de 'qué maravillosos somos'. Era su momento para hacerlo, pero ha faltado relativizar un pelin. 

Y, entonces, ha quedado latente que el carisma del show en directo depende de muchos factores, de directores que se atreven a las ideas (Sálvame los ha tenido), del trabajo en equipo que se lanza a ir más allá (Sálvame lo ha tenido) y de los presentadores que apuntan en directo con esa capacidad de no sólo seguir el guion (Sálvame lo ha tenido), sino también de saber incorporar con carácter la peculiaridad, el matiz, la perspicacia que implica al público con la televisión. Y en eso Jorge Javier Vázquez es el maestro. Y eso ha sido lo mejor de Sálvame, el sarcasmo contagioso que todo lo salva, la espontaneidad de escuchar al espectador en una televisión que ya se escucha demasiado a sí misma.

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