España dejó de ser un país anormal cuando los lectores invadieron el espacio de la literatura. Los libros salían de la exclusividad de chismosas tertulias en cafeterías caras para tomar la calle. Con sus plazas, con sus balcones. Incluso con sus televisores.
En esa okupación sensata de parques y jardines, La Feria del Libro de Madrid empezó a coger impulso en la resaca de la edad del pavo de la democracia. La excusa, el encuentro entre lectores, autores y admiraciones. El trasfondo, la liturgia de la socialización con sus miradas discretas, e indiscretas. Miradas hacia obras por descubrir, pero, también, miradas hacia las colas de unos y otros. Colas largas, colas cortas, colas sin nadie. Esperas con el cosquilleo de conversar con los autores, que están en las casetas en modo exposición zoológica. Sentados debajo de su foto, como diciendo: "compare, entre original y posado".
La Feria del Libro de Madrid representa la exageración de la capital: tan grande, tan abrumadora, tan gentrificada, tan acompañada y, a la vez, tan solitaria. La Feria del Libro, como Madrid, es una sorpresa perpetua, donde puede estar Enrique Vila-Matas o Ana Obregón. Un bullicio que constata el poder de las pantallas, de cómo la fama de la mercadotecnia arrasa con otros talentos, más tímidos, más imperecederos. A veces, muchas veces, lograr la foto como trofeo importa más que las palabras.
Esa mezcolanza popular de la Feria del Libro, narcisista, festiva, culta y ruidosa, donde algunos hasta firman libros que ni siquiera escribieron, es un resumen de las contradicciones de la radicalidad de la gran ciudad, en la que es fácil triunfar y fracasar a la vez. Pero esa confusión del atasco de gente en El Paseo de Coches del Retiro termina siendo un revulsivo para encontrarse lo que dicen que es pequeño y lo que dicen que es grande, lo superficial y lo profundo, lo vacío y lo lleno y, quién sabe, quizá intercambiar papeles. Eso son los libros, al fin y al cabo.
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