Carmelo Encinas Asesor editorial de '20minutos'
OPINIÓN

Franco contra José Antonio

Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera.
Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera.
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Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera.

No es cierto que los muertos se revuelvan en sus tumbas. Si así fuera, quienes exhumaron el lunes los restos de José Antonio Primo de Rivera habrían advertido las convulsiones de su cadáver en el sepulcro. Cuatro décadas después de su muerte, le condenaron a permanecer junto al cuerpo de Francisco Franco en el altar mayor del Valle de los Caídos hasta el traslado de sus restos al cementerio del Pardo.

Que Franco y José Antonio se detestaban es una percepción bien documentada por quienes los conocieron en vida. El propio Serrano Suñer, falangista y cuñado del dictador, que propició uno de los pocos encuentros entre ambos, reconoció que el general no le tenía simpatía alguna y que Primo de Rivera tampoco sentía la menor estima hacia él. A Franco, según cuentan, le mortificaba el carisma y la inteligencia de José Antonio y consideró una afrenta personal su negativa en febrero del 36 a concurrir con él en una candidatura conjunta por Cuenca que pretendía unir a dos personajes de campanillas.

En marzo de ese mismo año, el creador de Falange fue arrestado por tenencia ilícita de armas, aunque su situación penal cambió radicalmente a los cuatro meses tras el golpe de Estado del 18 de julio. A partir de entonces, la acusación fue la de conspirar contra el Gobierno desde la prisión de Alicante donde le encerraron. En un juicio infame y bochornoso para la República, con la sentencia dictada de antemano, el 3 de octubre fue condenado a la pena capital. Franco apoyó al principio algún tímido intento de liberarle, pero enseguida perdió el interés por salvarle hasta el punto de rechazar el plan más serio que se orquestó para liberarle; una operación planeada desde Londres en la que comandos de la Royal Navy desembarcarían en Alicante y rescatarían a José Antonio por la fuerza. El propio conde de Barcelona, padre del rey Juan Carlos, propició la idea. Solo necesitaban la luz verde del lado nacional y Franco la negó.

Era obvio que al ya "caudillo de España" le estorbaba la figura de un posible competidor político para la dictadura que se proponía instaurar. Vivo sería un incordio para él y muerto, en cambio, de inestimable valor. Durante dos años se trató de ocultar o cuestionar el fusilamiento de José Antonio al que la propaganda franquista invocaba como "el ausente" mientras Franco usaba su simbología para vestir al régimen y a sus militantes como fuerza represora paramilitar. En favor de su poder omnímodo, en abril del 37 fundió a la Falange y al carlismo, con ideas y motivaciones completamente distintas, en un partido único junto a todas las organizaciones políticas enfrentadas a la República. Dejó que los mandos falangistas se disputaran a tiros la sucesión del fundador para después erigirse en mandatario absoluto y perseguir a los camisas azules que se lo discutieron.

Acabada la guerra no dudó en utilizar el cuerpo de José Antonio para escenificar el mayor fasto funerario de la historia de España. Sus restos fueron trasladados desde Alicante a hombros de falangistas durante 40 días con sus 40 noches a la basílica del Escorial. Allí quedó hasta que el régimen lo volvió a exhumar para sepultarlo en Cuelgamuros. La del pasado lunes es la quinta vez que entierran sus restos, un récord Guinness. Quiero creer que será la última y que la historia recordará el uso perverso que el franquismo hizo de su figura. Un personaje ideológicamente muy discutible por sus tintes totalitarios, y más en el contexto actual, pero con una personalidad y una talla intelectual de la que carecía el usurpador de su movimiento. De una vez por todas, descanse en paz.

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