La imagen de la primera ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern, con su hijo de tres meses en la Asamblea General de Naciones Unidas dio la vuelta al mundo en 2018. La presencia del infante entre diplomáticos y gobernantes resultaba chocante para el espectador, irreal. Y es que en política la maternidad no se concibe. Gestos como atender a tu hijo recién nacido, o la reincorporación de una madre trabajadora a su rutina tras disfrutar su permiso de maternidad, copan titulares. Tal vez porque no estamos acostumbrados a que los responsables públicos se muestren como lo que son: personas.

El pasado verano, la primera ministra finlandesa, Sanna Marin, se veía envuelta en una polémica por la filtración de un video en el que aparecía de fiesta con amigas, bebiendo y bailando. Tenía 36 años. La oposición y parte de la opinión pública la criticaron duramente, denunciando a la dirigente por el imperdonable crimen de pasárselo bien en su tiempo libre.

Ambas dirigentes, Ardern y Marin, tienen en común dos características que son aprovechadas para poner en duda constantemente sus capacidades y profesionalidad: su género y su edad. Que sean mujeres a sus críticos les supone un problema cuando no pueden ignorarlo, y que sean jóvenes les resulta imperdonable todo el tiempo.

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Son quizás las mejores representantes de una nueva generación de líderes que ha hecho de su juventud una marca política. Hijos e hijas de su tiempo, se preocupan por temas de la agenda posmaterialista como la lucha contra la emergencia climática, la digitalización o los derechos de las minorías étnicas y de la comunidad LGTB. Abundan en la familia socialdemócrata, con miembros ilustres como Gabriel Boric o Justin Trudeau, pero también existen ejemplos en otras corrientes como el conservador Sebastian Kurz en Austria o el populista presidente salvadoreño Nayib Bukele.

Además de la pandemia, Jacinda Ardern ha tenido que afrontar durante su mandato un ataque terrorista, la erupción de un volcán y una incesante escalada de la inflación, unida a la crisis de suministros a nivel mundial. Por su gestión fue recompensada en 2020 con una mayoría absoluta para su gobierno laborista. Sin embargo, fueron muchos los ataques, y especialmente dura la campaña de acoso desplegada por colectivos antivacunas en redes sociales.

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Hace pocos días la primera ministra dimitía tras seis deslumbrantes años al frente del gobierno neozelandés. Había llegado al poder con 37 años, la dirigente más joven de la historia del país, y lo deja con 42, una edad en la que la mayoría de los líderes internacionales están aún en el banquillo.

En un emotivo discurso, Ardern admitía retirarse por el desgaste acumulado y por no sentirse con energías para seguir adelante con la enorme responsabilidad que supone dirigir un país: “Espero dejar a los neozelandeses con la certeza de que pueden ser amables pero fuertes, empáticos pero decisivos, optimistas pero enfocados y que puedes ser tu propio tipo de líder."

Una vez más, abría los telediarios en todo el mundo por lo insólito de su decisión. Se va como llegó: a su manera, rompiendo moldes. Jacinda Ardern dimite para dedicarse a su familia y entregar el testigo, convertida en símbolo: de una generación de mujeres con credenciales y ambición, de la importancia de los autocuidados, de un nuevo estilo de liderazgo… Pero, sobre todo, de la humanidad que encierra dar un paso atrás. En el aire queda la pregunta de si verdaderamente se va por decisión propia o la echa un clima irrespirable que se ensaña especialmente con los que se salen del guión.