Las ciudades huelen a humo, la ceniza revolotea y se posa como un polen improductivo de norte a sur, del Mediterráneo al Atlántico. El mal es el mismo, una epidemia de incendios que regresa año tras año para quemar lo que el anterior dejó. El diagnóstico, similar: los rastrojos, el descuido del campo durante el resto del año, los contratos insuficientes, temporales y tardíos de efectivos, la falta lamentable e inexplicable de previsión y planificación, protocolos de llanos a zonas montañosas y una miopía inexplicable cuando se calculan las dimensiones de una provincia o una comunidad.
Cae un rayo, prende en el monte seco y árido: hay testigos, llaman, un helicóptero que tuviera capacidad de reacción acabaría con el incipiente foco en minutos. La respuesta es otra: las brigadas (a menudo, la única) desplegadas en otro punto a centenares de kilómetros han de elegir a qué enfrentarse. Las llamas escalan, julio en ola de calor, devoran árboles, insectos, pequeños animales, ganado, instalaciones, se acercan a las casas.
A esperar a quien viene a hacerse la foto y lanzar promesas cuando lo que haría falta es maquinaria
En una hora, en media, con más policías que bomberos supervisando el desalojo se arroja a un bolso la documentación, el seguro, fotos, medicinas, dos mudas, algún juguete si hay niños. A la nada, a la casa de un pariente, a un polideportivo, a esperar a quien viene a hacerse la foto y lanzar promesas cuando lo que haría falta es maquinaria, cortafuegos, estrategia a largo plazo, cuadrillas locales permanentes, una inversión sensata frente a la evidencia de que cada año será peor, de que el próximo llegará a otra ciudad o a mi aldea, de que mientras un brigadista muere quien tiene el poder para cambiar esto ensaya un discurso ante el espejo.
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