Borja Terán Periodista
OPINIÓN

¿Qué apostamos?: por qué su regreso es más arriesgado que el del 'Grand Prix'

Qué apostamos fue un éxito de TVE que, hoy, es más complejo de adaptar que 'El Grand Prix del verano'
Imagen de Qué apostamos, con Ramón García y Ana Obregón
Imagen de Qué apostamos, con Ramón García y Ana Obregón
RTVE
Imagen de Qué apostamos, con Ramón García y Ana Obregón

Hubo tiempos más despreocupados en los que nos creíamos que "la vida es un juego y hay que apostar. Todo es posible, porque la vida es una apuesta y nada más". Y nos lo insistía la canción de ¿Qué apostamos? cuando la cantaban Ramón García y Ana Obregón desde el luminoso y gran decorado del concurso, primero instalado en una carpa gigante en Prado del Rey, después en los más de 2000 metros cuadrados del inmenso plató L3 de los desaparecidos Estudios Buñuel.

TVE ya no cuenta con aquel plató, que fue el más grande de Europa, pero el resurgir con éxito de El Grand Prix del Verano ha invitado a pensar que podría ser también un triunfo en audiencias recuperar ¿Qué apostamos? y permitirnos revivir un trocito de nuestra ingenuidad de los años noventa. La nostalgia nos mueve. También hacia al televisor. 

Pero ¿Qué apostamos? es bastante más difícil de adaptar que El Grand Prix. El torneo de pueblos se sostiene en la sencillez de juegos que nunca tendrán fecha de caducidad, pues se basan en la sonrisa cómplice del trompazo, pringue y chapuzón entre personas sintiéndose orgullosa parte y arte de una comunidad. 

En cambio, ¿Qué apostamos? se propulsa o desinfla a través del espectáculo que provoca la hazaña insólita de talentos inauditos que, en la actualidad, vemos constantemente a través de las redes sociales. La audiencia está más resabiada que nunca y no espera a la tele si siente que puede ver lo mismo compactado en la trepidante realidad de un vídeo de TikTok. Y sin una ambulancia esperando a las puertas del plató.

De ahí que rehacer ¿Qué apostamos? sólo podría ser con la inversión económica y creativa suficiente para cuidar la fantasía de la teatralidad televisiva. Ese envoltorio que creaba un universo propio para cada prueba. Siempre con mucho color e imaginación. El plató era pura luz azul, casi como un cómic de personajes y celebridades. Porque ¿Qué apostamos? invitaba a celebrities de las de verdad. Cada semana con un rostro internacional que no se prodigaba en España. Eso convertía al show en un acontecimiento que no tenía trampa porque, además, era en directo, detalle decisivo. 

Ahí está el otro hándicap de ¿Qué apostamos?. De volver debería ser en riguroso directo. Se hizo una versión lowcost en las cadenas autonómicas que no brilló porque era enlatada. Y se notaba. Grabado y editado el formato perdía el encanto del nervio de ser un evento en el que todo podía pasar porque lo veíamos a la vez que se desarrollaban las pruebas. El espectador se sentía partícipe ya que incluso podía cambiar literalmente el rumbo del programa. Y sin aplicaciones móviles. La idea era magnífica: se solicitaba la propia presencia física de la gente en los estudios de TVE, sobreimpresionando su dirección en pantalla. La tele se abría a la gente: todos podíamos ir si teníamos por casa un objeto particular o una vestimenta curiosa. Se retaba a la audiencia y Ana Obregón o Ramón García se duchaban o no en función de si conseguían reunir a las suficientes personas con la petición singular del día. 

Esta apuesta, que debía movilizar a los espectadores que estaban en casa,  era una columna vertebral del programa. Su objetivo: que el show terminara en alto y que el público se quedara hasta el final, para ver quién literalmente se mojaba en una ducha con pamela, que se movía teledirigida por la escenografía.

Ahí está quid de la cuestión: ¿Qué apostamos? no era sólo un programa de pruebas de desparpajo intelectual y corporal, sobre todo era un show de variedades que entremezclaba competición, entrevista y asombro a espectador y al propio entrevistado. Un poco lo que hace El Hormiguero, en formato superlativo. No se podría actualizar sin una buena inversión, un buen plató con público a rebosar, mucho ingenio visual y de guion y, sobre todo, televisión en pletórico, participativo e imprevisible directo que recuperara la capacidad de asombro de cuando confiábamos completamente en que "la vida era un juego y había que apostar y todo era posible, porque la vida era una apuesta y nada más".

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