Borja Terán Periodista
OPINIÓN

Pedro Sánchez y la liturgia del 'reality show'

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en el Complejo de la Moncloa.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en el Complejo de la Moncloa.
Europa Press
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en el Complejo de la Moncloa.

Lunes 29 de abril, San Pedro Mártir. Todas las grandes televisiones tienen en pantalla una cuenta atrás. Un cronómetro enumera cómo se agotan los segundos que faltan para la comparecencia de Pedro Sánchez. Anunciará si se marcha o se queda. Algunos canales especulan en las tertulias de sus magacines de mañana, otros conectan con la información más pura desde sus servicios informativos. El país se para. La solemnidad del momento nos invita a aguantar la respiración.

Los presentadores nos explican que la pantallita azul que aparece en una esquina de la emisión es la señal institucional que envía el Gobierno. La tienen ya pinchada en imagen para no llegar tarde y, de paso, enganchar el ojo del espectador con el nervio de que en cualquier momento Sánchez aparecerá por ahí. Así nadie cambiará de canal. O eso se intenta.

De repente, la cartela azul desaparece e irrumpe una imagen de las imponentes escaleras a Moncloa. Sus grandes puertas de cristal se abren, emerge el Presidente y comunica su decisión, tras cinco días de reflexión en la que se ha supeditado a la sociedad a la tensión de la incertidumbre. 

No se va, se queda. Y con su alegato intenta abrir un debate social sobre cómo se ha empobrecido la vida política. Pero no comunica ninguna medida, sólo aprovecha el altavoz que le otorgan las expectativas generadas. Así su mensaje traspasa a una audiencia mayoritaria sin ningún filtro de gente opinando. Sólo él, hablando a todos. Porque la cuenta atrás de la carta del pasado miércoles ha provocado cinco días de especulaciones que han favorecido un minuto de oro mediático para saber en qué acababa todo. Todo el país le ha mirado. Pero a qué coste. 

¿Es necesario someter a la población a tal índice de estrés e incertidumbre? ¿Estos días han servido realmente para reflexionar sobre las fakes news y los ataques personales sin escrúpulos? ¿Era realmente necesario este requiebro de guion para que todo siga igual? Para terminar con la máquina del fango de la desinformación, también hay que aligerar las técnicas de vivir la política con la misma presión que si fuera el espectáculo de un reality. Ahí también está la base del problema. 

La vida retransmitida en el frenesí del riguroso directo trae estas consecuencias, donde la intensidad de las liturgias escénicas marcan la agenda y empujan a una simplificación de buenos o malos. El espectador termina asistiendo al devenir político cual hincha de un equipo de fútbol.

Quizá ha sido estrategia, quizá sólo ha sido humanidad. Porque los políticos son personas y deben compartir sus emociones. Pero, sea lo que sea, estos eternos días caldeando un clliffhanger nos recuerdan que la política no debería funcionar como El secreto de Puente Viejo, calentando un punto álgido que, al final, tal vez ni siquiera llega. 

En tiempos de Instagram, TikTok y otras redes sociales hemos asumido que es más importante lo que parece que somos que lo que somos. Sin embargo, la política no debería regodearse tanto en la teatralización del relato epopéyico para mantener encendido al votante. La dramatización inflada, que intenta otorgar a todo la dimensión de hecho histórico, termina agotando y desmotivando a la población. Cada paso no puede ser vibrante. Cada paso no puede parecer una pataleta de niños intentando estar en el centro de atención. Es de perogrullo, pero la política no es pasar a la sociedad responsabilidades propias a golpe de eslóganes. La política es hacer. La política es encontrar puntos de encuentro que nos permitan crecer desde la gestión serena y, a veces, hasta prudente. Y para eso hace falta más proyectos que monólogos, que también. Los monólogos lucen muchísimo en el aplauso instantáneo de los fans en la tele y en las redes, los proyectos se sienten en la calle. 

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