Ves una injusticia, una atrocidad sangrante ante tus ojos y estás inerme. Sucede así, porque los bárbaros han maquinado su vileza y se han pertrechado para cometerla. A ti te pilla patinando. Incluso riendo: la herejía. El cerebro reptiliano te ordena huir o luchar, y el mandato de la supervivencia es poderoso. De pronto solo tienes a mano la indignación.
El sentido de la justicia se da temprano en la infancia porque lo traemos de serie. A los cuatro años ya percibimos el trato inicuo contra nosotros mismos y en torno a los diez el que se inflige a otros. Protegernos unos a otros forma parte de nuestra condición de seres sociales y del desarrollo de la empatía.
Hay unos pocos que, en esa fracción de segundo en que la biología se les debate bajo las tripas, oyen un instinto. O quizá a Ignacio Echeverría ni siquiera le dé tiempo a escuchar. Ve a un desalmado acuchillando a una mujer inocente, se mira las manos inermes, los pies de patinar. Sale andando hacia el lugar del que todos se alejan, donde las cuchilladas. Y entonces blande el monopatín: armado con la determinación de proteger. Sacude, golpea de aluvión. Por un momento aterroriza al terrorista, lo espanta un sacrificio superior a su martirio, que viene con el paraíso extra bonus. Solo el 1% de los que se radicalizan acaban matando. Podemos consolarnos pensando que son inhumanos. Pero son humanos, y esta es la cuestión que hace todo más difícil.
Cae Ignacio. Queda tendido en el suelo. Su sangre se diluye en la de aquella por la que intercedió.
Todo lo abstracto de la historia –dioses, ideologías, supersticiones– acaba materializado en un reguerillo alegre de sangre. En medio del vendaval del brexit y cierra ‘Granbretaña’, una sociedad perpleja sufre sucesivos atentados, obra de quienes también quieren dar cerrojazo a la libertad. Sobre el asfalto, un español, tres franceses, dos australianas, una canadiense y un británico: los muertos de la sociedad abierta. La trabajadora social canadiense Christine Archibald se dedicaba a atender a gente sin techo en un albergue de Londres. La enfermera australiana Kirsty Boden intentó socorrer a las primeras víctimas de los cuchillos. Los que mataban no miraban a quién. Los que intentaron proteger a otros tampoco les pidieron el pasaporte.
La guerra soterrada de nuestro mundo, sociedad abierta vs. sociedad cerrada, vivió una batalla sobre el Puente de Londres, dirán los cronistas. La campaña electoral que giraba en torno al brexit se desintegró. Seguir siendo un país, qué tontería. Y con esa excusa, tomar partido por la sociedad abierta, mientras se van cerrando.
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