Luis Algorri Periodista
OPINIÓN

El décimo filete

<p>Una persona pide en la calle, en una imagen de archivo.</p>
Una persona pide en la calle, en una imagen de archivo.
GERMÁN CABALLERO MARTÍ
<p>Una persona pide en la calle, en una imagen de archivo.</p>

Los contó con cuidado. Los volvió a contar. No, no se había equivocado: eran nueve. Por tercera vez consecutiva (algo más de un mes) eran nueve filetes y no diez los que había en la bandeja de plástico del supermercado. Siempre habían sido diez. Pero ahora eran nueve.

Miró el precio: el mismo de siempre, 2,19, lo más barato que había podido encontrar. Miró el peso neto que venía en la etiqueta: también el de costumbre, 300 gramos. Algo no cuadraba, ¿cómo podía ser que los diez filetes de toda la vida pesasen lo mismo que nueve?

Hacía tiempo que sospechaba que le tomaban el pelo. A él y a todos, naturalmente. Lo pensaba desde que tuvo que empezar a comprar aquellos filetes. Desde que se quedó sin trabajo. Antes había ganado mucho, mucho dinero, tenía un sueldo espléndido y llegó a convencerse de que su vida siempre sería así, hecha de viajes, cenas elegantes, fiestas, vinos, ropa, éxitos.

Pero no, claro. Desde que se quedó en paro había ido recorriendo, uno por uno, todos los escalones del despeñadero. Primero fue el prescindir de algunos caprichos. Luego llegó la escasez. Después, la angustia de no llegar a fin de mes. En ese momento cayó la pandemia y los pocos ingresos que venía consiguiendo se dividieron por dos, por tres, por cuatro. Apareció en su cabeza la depresión, que le impedía hacer muchas cosas no ya necesarias, sino imprescindibles. Ya había llegado al escalón de la pobreza. Un día se vio en la cola de uno de los cada vez más numerosos comedores sociales. Empezó a pedir dinero a los amigos, que le sonreían con compasión: resultó que no eran tantos como él imaginaba, ni mucho menos, pero los que no le dieron la espalda le ayudaban a pagar el alquiler, a comprar el pan, la mortadela, algunas latas y la bandeja de los filetes de cerdo. Diez filetes. No nueve. Diez.

"Primero fue el prescindir de algunos caprichos. Luego, la escasez. Después, la angustia de no llegar a fin de mes"

Llevaba muchos meses viendo que aquellos diez filetes enfermaban poco a poco. Al principio eran eso, filetes, más o menos como los que le ponía su madre de chaval, como los que siempre había comprado en el Club del Gourmet. Pero mes tras mes, bandeja tras bandeja, los diez filetes (2,19 euros, 300 gramos) fueron adelgazando sin decir nada hasta convertirse en lo que eran ahora: unas láminas finas, escuálidas, a través de las cuales pasaba la luz y que luego, en la sartén, empezaban a soltar agua y se quedaban en un puro espectro. Pero al menos eran diez, caramba. Tenía las cuentas hechas: un huevo, dos filetes. Cinco huevos, diez filetes. Pero ahora eran nueve y la última comida, la quinta, se le quedaba todavía más escasa, casi ridícula, casi insultante.

Imaginó al dueño de la empresa que manufacturaba los filetes. Un tipo con dinero, quizá. Un hombre seguramente codicioso que algún día se dijo: "¿Qué pasa si corto los filetes más finos? Nadie se va a dar cuenta". Y lo hizo. Lo hizo una vez, dos, tres, hasta que dejó los filetes hechos una sucesión de hojas presuntamente carnosas y translúcidas. El tipo cobraba lo mismo por dar cada vez menos, así que ganaba más dinero, que era lo que pretendía. Y nadie protestó, como él suponía, porque nadie pesa los filetes envasados. Y menos que nadie los pobres, a quienes aterroriza no que los filetes sean más y más finos cada vez, sino que llegue un día en que los pongan más caros y no puedan pagarlos.

Pensaba en todo esto mientras veía cuajarse la clara del huevo en la sartén y miraba de reojo a la bandeja de los filetes. Quedaba uno: el noveno. Qué alma ennegrecida es capaz de quitar un filete de cada bandeja, se dijo; un triste filete que, si lo soplas, deja pasar el aire. Pero era el décimo, caramba. Y alguien lo ha quitado para ver si nadie se queja, si nadie se da cuenta de que son nueve y no diez, y puede aprovecharse todavía un poco más de la miseria de los pobres.

"¿Cómo puede ser que no tengan miedo? Si me ha pasado a mí ¿no se dan cuenta de que esto puede pasarle a cualquiera?"

Terminó de freír el huevo, sacó de la sartén el noveno filete, puso el plato en la bandeja de madera y se sentó a cenar delante de la tele. Vio concursos llenos de gente feliz. Personas que hacían ilusionados aspavientos mientras cocinaban cosas deliciosas que él había comido en otro tiempo. Vio anuncios de coches carísimos, de bombones envueltos en oro, de perfumes deslumbrantes anunciados por modelos deslumbrantes también. Vio luego a dueños de hoteles y restaurantes que se quejaban muy amargamente de que la ocupación en sus negocios, durante el puente, hubiese sido del 85% y no del 100, como esperaban. Gente que celebraba cosas, que descorchaba botellas, que se iba de vacaciones y tocaba la guitarra y brindaba. Gente dichosa.

Y pensó: "¿En qué mundo vivirán? Porque en el mío, desde luego, no. Viven seguramente en el mundo que yo habitaba antes. Pero de los que han caído hasta donde yo estoy, sin saber cómo ni por qué; de los que se llenan de tristeza y de impotencia porque alguien a quien nunca conocerán les ha birlado el décimo filete de la bandeja, ¿quién se ocupa? ¿Por qué toda esa gente alegre y sonriente que sale por la tele finge que no existimos? ¿Por qué no tienen miedo?".

Rebañó con pan el último resto húmedo que quedaba en el plato y dijo, en voz alta: "¿Cómo puede ser que no tengan miedo? Si me ha pasado a mí ¿no se dan cuenta de que esto puede pasarle a cualquiera?".

Pero nadie le oyó. Estaba solo, quién le iba a oír.

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