
Qué delatora la reacción que despierta lo épico en estos días; tan presente como siempre en las pantallas de juegos, fuera de ellas la narración de las batallas o las resistencias heroicas han perdido su peso. Las guerras y conflictos de los 70 y los 80 se plasmaron en una imagen fijada en el sufrimiento de las víctimas: inolvidable Phan Thi Kim Phúc, la niña vietnamita que huía desnuda y quemada por el napalm, cuya foto le valió a Nick Ut el premio Pulitzer en 1973; o Sharbat Gula, la refugiada afgana cuyos ojos verdes interrogaban desde la cubierta de National Geographic cuando Steve McCurry la retratara en un campo en 1985, y que en noviembre del año pasado fue acogida por Italia en un segundo exilio motivado por los talibán.
Los pozos petroleros en llamas en el Kuwait de la primera guerra del Golfo ni siquiera requerían una víctima: como las ruinas de Dresde, como el expolio de Palmira en 2015, los lugares transmiten de manera muda la desolación frente a la violencia y el sinsentido, de una forma más aceptable para un Occidente que es capaz de imaginar sin ver, de protestar con la certeza de que esa protesta, como otros "No a la guerra", no será escuchada; pero con la convicción de que aun así, debe protestar.
Ante el miedo de una nueva contienda, los ecos regresan y las imágenes despiertan indignaciones nunca olvidadas. Quizás las marchas en las calles se sustituyan por imágenes o frases en redes sociales, una salida fácil e inmediata a una realidad que no podemos moldear. Algunos lo tildan de reacción cosmética, de desahogo psicológico; pero quizás sea, incluso antes de que una guerra estalle, una nueva forma de pertenecer a la resistencia.
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