Hay mucha pobreza económica, y va a más. Hay también mucha pobreza energética que este invierno se ha agudizado por culpa del precio disparatado de la electricidad y el combustible. Pero también hay mucha y creciente pobreza ambiental. Que nos está matando. Y que es la más silenciosa de todas ellas, pues no acabamos de convencernos de que la mayoría de nuestras enfermedades (físicas y mentales) nos vienen de vivir en entornos insalubres y desnaturalizados.
Esas casas oscuras y mal aisladas, esos amontonados edificios colmena, esos atascados transportes públicos, esas calles ruidosas, esos parques pequeños, cutres y lejanos para los que no tenemos ni tiempo ni ganas de pasear, nos enferman.
Los casoplones de algunos no nos dejan ver (ni disfrutar) el bosque
Como todas las pobrezas, la pobreza ambiental también ataca a los más frágiles, los que no tienen elección. Los de arriba disfrutan de una riqueza ambiental inmejorable: casas bien hechas, aisladas e iluminadas situadas en entornos hermosos, con muchas zonas verdes y poco ruido. Y contrariamente a ese falso concepto de la meritocracia que asegura que ellos se lo trabajan, tienen mucho más tiempo libre para poder disfrutar de esos entornos envidiables, para pasear o hacer ejercicio manteniendo una dieta sana y equilibrada. Está demostrado, la esperanza de vida mejora cuando hay más acceso a la naturaleza. Y al revés.
Dirán algunos que los parques son públicos y quien quiera puede usarlos, pero olvidan que no todo el mundo tiene ni esa formación, ni tiempo libre de calidad y espacios verdes atractivos cercanos que les permita mejorar su vida. Acabar con ese déficit debería ser una prioridad de la salud pública. Pero me temo que los casoplones de algunos no nos dejan ver (ni disfrutar) el bosque.
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