Carmelo Encinas Asesor editorial de '20minutos'
OPINIÓN

El coronavirus, la peste bubónica y la cuarentena

Un viajero con mascarilla pasa un control de temperatura en El Salvador
Un viajero con mascarilla pasa un control de temperatura en El Salvador
RODRIGO SURA / EFE
Un viajero con mascarilla pasa un control de temperatura en El Salvador

La iglesia estaba desierta. El miedo al contagio desoló también la casa de Dios, donde solo oraban siete chicas de familias acomodadas de aquel barrio bien de la ciudad. Tras la misa comentaron la crisis sanitaria y plantearon la idea de apartarse del peligro aislándose un par de semanas en una casa de campo. Tres jóvenes, que entraron después en el templo, se entusiasmaron con el proyecto cuando les propusieron participar. Para ellos era la mejor cuarentena imaginable.

Esto que les cuento no sucedió por el coronavirus, tampoco la acción se sitúa en el 2020 y ni siquiera es seguro que ocurriera. Se trata del supuesto que inspiró a Giovanni Boccaccio para escribir el Decamerón, esa pieza maestra de la prosa italiana cuyos cuentos eróticos eran lo más verde que podíamos leer los chavales durante el franquismo. La obra fechada en 1353 describe al comienzo cómo la peste bubónica devastó Florencia en 1348. Aquella pandemia que irrumpió en algún lugar de Asia se propagó por Europa a través de las rutas comerciales.

No había aviones, trenes ni autopistas, como ahora, pero sí caravanas de mercaderes y barcos que cruzaban el Mediterráneo para comerciar. Así llegó al puerto de Mesina y allí, en Italia, fue donde mayores estragos causó. Se calcula que uno de cada tres europeos murió a consecuencia de la enfermedad pero en Florencia solo uno de cada cinco sobrevivió.

Hasta los albores del siglo XX no se supo que la bacteria que la causó era transmitida por una pulga que buscaba el alimento en los seres humanos cuando morían las ratas a las que solían parasitar.

Los efectos del coronavirus, que ahora nos atribulan, no son ni de lejos comparables con aquellas terribles pandemias donde la medicina daba palos de ciego al carecer de medios para investigarlas. De este virus, en cambio, los científicos lo saben ya casi todo y aunque su capacidad de contagio es alta, conocemos qué medidas profilácticas hay que aplicar para afrontar la infección y que fármacos alivian los síntomas. 

Por bajos que sean sus índices de mortalidad siempre son demasiado altos y ello exige un ejercicio de responsabilidad social e individual para contener la propagación y evitar el colapso del sistema sanitario.

Esta crisis nos va a retratar como país, desde la sanidad a los poderes públicos, pasando por las empresas, los medios de comunicación y a la propia ciudadanía. Pondrá a prueba la actividad laboral, que no permite a todos los colectivos afrontar la prevención de igual forma. Muchos podrán evitar las concentraciones de personas en espacios cerrados o el uso del transporte público en horas punta, e incluso hacer el trabajo desde casa. Para la mayoría, sin embargo, no será fácil.

Esta epidemia nos aboca a experimentar las posibilidades y el alcance del teletrabajo (que no es lo mismo que el ‘teleescaqueo’) y qué hacer con los críos sin guarderías ni colegios llevando a límites hasta ahora ignotos la conciliación familiar y laboral.

Habrá también quien quiera o tenga que ensayar los nuevos modos de cuarentena. Donde en la Florencia del siglo XIV, según el Decamerón, había cuentos y erotismo, hoy habrá Skype y videojuegos. El plan que imaginó Boccaccio parecía mejor.

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