Tengo años suficientes para haber pensado más de una vez que nuestra generación tenía que pasar por momentos difíciles, como todas las generaciones anteriores.
Que hayamos tenido la suerte de criarnos en continuo progreso, con expectativas de mejora que por regla general se iban cumpliendo, no garantizaba la felicidad eterna y menos en un mundo global cuyas dolencias y perversiones saltaban a la vista.
Mis amigos han tenido que aguantar en muchas ocasiones mi particular distopía: "Igual de mayores nos vemos haciendo cola ante un caldero de sopa de la Cruz Roja, como hemos visto a tantas personas de sociedades donde cuatro días antes disfrutaban, o eso creían, de espacios de confort inexpugnables; solo espero que llegado el caso compartamos con dignidad la última colilla y no nos demos navajazos por el último tetrabrik de Don Simón".
Nunca había pensado en un virus. Pensaba más bien en guerras, dada la costumbre que tienen los poderosos de resolver sus cuitas a cañonazos, o en problemas a gran escala, fortuitos o intencionados, con el suministro de energía, esencial en un mundo que un simple corte de luz devuelve a la Edad Media.
Pero lo que estamos viviendo supera las desgracias colectivas que había podido imaginar, en buena parte porque no solo vivimos sus efectos inmediatos en nuestro entorno afectivo y social sino también, por los medios de comunicación y las redes, los que sufre cada habitante del planeta.
Si salimos bien de esta, que saldremos, nada en este mundo volverá a ser igual Si salimos malamente todavía confío en que sepamos compartir con dignidad la última colilla y no nos peleemos por el último litro de vino barato, aunque a algunos se les vea ya con ganas.
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