OPINIÓN

Ficción y ficciones

Central de Chernóbil.
Central de Chernóbil.
ZUMA vía Europa Press
Central de Chernóbil.

La memoria es corta, el arte eterno. Hace años, en Londres, vi a un mimo con ese cartel: coleccionaba yo entonces frases contundentes que han envejecido, en general, peor que esta. Tan limitada es la vida y la memoria que intentamos todos, quienes inventan el relato social y cuentan la historia, quienes imprimen los periódicos, el ciudadano anónimo que quiere salirse con la suya o el escritor ansioso, que nuestra narración prevalezca.

Se han cumplido 38 años del accidente de Chernóbil, que una serie ha recuperado del deliberado olvido con una concesión a lo didáctico (¿qué ocurrió y por qué?) y un inteligente equilibrio entre qué se ignoraba entonces y qué se sabe ahora: la impotencia ante lo que ocurrió antes de que muchos de los espectadores nacieran, la gravedad del hecho y la mediocridad de los responsables permiten una indignación que enmascara otras muchas más cercanas y menos analizadas, más personales y, por lo tanto, más arriesgadas de denunciar.

Muchos menos años han transcurrido tras el asesinato de una niña que ha dado origen a El caso Asunta, que calca, con precisión escalofriante, acentos, gestos y conversaciones, y que gira, una vez más, en torno a la inexplicable crueldad humana, al monstruo vecino, familiar, a la incredulidad de que aquello sucediera, a la negación de que pueda pasar de nuevo.

La ficción no solo educa en la empatía, sino que genera un trance vívido en el que se percibe como real algo que nunca hemos experimentado: nos ayuda a recordar lo que no vivimos, pero también a entender lo que otros sufrieron y hemos olvidado.

El arte es peligroso porque grita lo que la conveniencia o el interés calla. Por eso hay que aprender a leerlo, a no interpretarlo de forma burda ni pedirle literalidad. Los hechos que narra pueden ser confusos, pero qué claro... qué claro cuenta el dolor.

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