OPINIÓN

Espadas

Coliseo romano, Roma
Imagen del Coliseo de Roma
Getty Images
Coliseo romano, Roma

Puede que los hombres piensen una vez al día en el Imperio romano, como ha puesto de manifiesto la penúltima tendencia en redes sociales, medio meme, medio experiencia personal, pero esa fascinación se limita al disfrute de elementos más de ficción que históricos, series que refuerzan los clichés ya formados y libros que ahondan en los personajes más populares. Son menos los que llegan a los ensayos mejor documentados –vivimos ahora un auténtico auge de la divulgación histórica de ese periodo, con nombres como Mary Beard y Néstor Marqués a la cabeza–, y muy pocos quienes distinguen sus deseos políticos o patrióticos de lo que fue ese periodo largo, complejo y desprovisto de prejuicios asentados a posteriori.

Quien puede aportarnos una mirada más práctica, pero ligada a ese espíritu bélico que tanto fascina a quienes disfrutamos con el renovado género del peplum, es Antonio Arellano, el último maestro espadero de una larga saga, uno de los pocos que quedan en Toledo. Arellano sabe forjar gladios y armas romanas, quinta generación la suya de artesanos que mantienen la fama del acero toledano, sus martillos, sus yunques y su técnica. Su trabajo ha integrado también esa faceta de divulgador. Si se explica cómo se domeña el metal, de qué manera el fuego y los golpes determinan el uso del arma, su capacidad mortífera y las necesidades estratégicas que cubrían entenderemos mejor, con una menor idealización y una visión más clara de qué suponía herir a alguien cuerpo a cuerpo, lo que conlleva una conquista, una guerra, el dominio sobre otros.

Hablamos de guerras atroces, de vidas sacrificadas con una frívola facilidad, como si viéramos sobre un tablero figuras que caen y otras que se alzan. La ficción nos ha alejado a menudo del significado real de que una espada, una mina o una bomba siegue una vida. Está bien que quien sabe de ello nos lo recuerde.

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