El árbol de Navidad más alto de Vigo tiene 44 metros, cuatro más que su competidor en Badalona. Una carrera sin freno finalmente ganada por la estructura del pequeño municipio de Santiago de Cartes (Cantabria) con sus 65 metros de altura, 40 toneladas de metal y 24.000 metros de luces blancas. En esta típica competición machirula por ver quién lo tiene todo más grande el derroche se ha hecho norma. Se nos supone preocupados por el cambio climático, pero rompemos la noche con torrentes de luces led fabricadas en China que disparan las emisiones de gases de efecto invernadero a mayor gloria de la contaminación lumínica, consumiendo inútilmente millones de vatios y euros cuando ya todos dormimos.
Yo no logro ver árboles de Navidad en esas moles de metal de dudoso gusto cubiertas de bombillas. Y me horroriza esta nueva moda de llenar de luces los árboles de verdad, convertidos en antorchas luminosas, ajenos a las aves que los necesitan para vivir y a los daños que tanto cableado les infligen. Tampoco tengo muy claro que este despilfarro inconfesable de los ayuntamientos se rentabilice con el aumento del gasto que se supone haremos en los comercios locales.
Llámame último inocente, pero pienso que el mejor regalo que los ayuntamientos podían hacernos estas fiestas es reducir tan disparatado despilfarro energético y no contribuir con él a la crisis climática. Aprovechar ese dinero para plantar árboles reales, que son los que de verdad nos dan salud y felicidad en nuestras cada día más hormigonadas ciudades. Pasear por espacios naturalmente amables mirando a los ojos a las personas que queremos y no a los escaparates. Porque siempre será mejor un viejo beso artesanal que cien millones de luces.
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